Cuando le conocí andaba ya por los 70, o más. Siempre tocado por una vieja boina negra, de las de antes, tan típicas en la Galicia de mi infancia. Bien apretada en la cabeza y centrada por el pivote permanentemente indicando desde qué dirección soplaba el viento, así de largo era. Su cara podría ser la de una persona que se ha pasado la vida en el mar, marcada por profundos surcos, intensamente teñida del ocre acartonado que dan los años y años de lucha bajo el sol y el viento. Sin embargo no era marinero, ni creo que jamás hubiese pisado el mar. El señor Lino era el casero de la vieja casa de El Viso, donde pasé los veranos de los que mejor recuerdo guardo de mi infancia.
Tenía 5 años la primera vez que allí fuí. Era todo un acontecimiento, ir al campo, tan lejos del oscuro piso de Vigo en el que nací y viví mis primeros años. Céntrico, muy céntrico, en plena calle Reconquista, al lado de la Alameda, pero oscuro, muy oscuro, sin vida.
El Viso estaba muy lejos. Esa fue mi sensación al llegar. Quince kilómetros en el Balilla, por carreteras que intentaban serlo, llevaban a una visión deformada de la distancia. Tiempo después lo supe, pero en aquel momento me parecía que viajábamos a otro mundo. De hecho lo era. En aquella época los contrastes entre la ciudad y el rural eran todavía mucho más marcados de lo que aún hoy lo son. Nuestra tierra vivía las consecuencias de la postguerra, aunque entonces yo no lo sabía. En el campo no había hambre, todo lo contrario. Un mundo de opulencia, gallinas, conejos, cabras, ovejas, vacas, fruta, legumbres. Allí había de todo. Era la economía de autoconsumo, generadora de miseria que los ojos de un niño interpretaban justo al revés.
El Viso estaba muy lejos. Todavía más allá de Redondela. Había que seguir en dirección a Arcade, y al final de la recta desde donde ya se divisaba la Peneda, monte de meigas que le daban sus formas redondeadas, justo antes de llegar a la curva donde estaba el barbero, se dejaba la carretera general y como un kilómetro más adelante estaba la casa que cuidaba el señor Lino.
El Balilla sufría en la ascensión. Era un Fiat de los años 40 que en aquellos tiempos marcaba época. Todo en él era negro, excepto, claro, la matrícula, que por ser de Cádiz traía problemas cada vez que el Deportivo jugaba en Vigo. La gente que se agrupaba en la Gran Vía con escobas, para a la salida del campo atacar física, si podían, y verbalmente, siempre, a los hinchas del Depor, que entonces era Deportivo, que se atrevían a ir a Vigo, nos confundía con coruñeses. Era lógico, ¿a quién se le iba a ocurrir que la matrícula CA significaba Cádiz y no Coruña?. La verdad es que con los pocos coches que entonces había, reconocer una provincia por la matrícula no debía estar al alcance de muchos. El caso es que el pobre Balilla sufrió más de un escobazo a la salida de aquellos partidos, y casi siempre a manos de mujeres, las más agresivas con los supuestos coruñeses. El recuerdo que queda de aquellos momentos es, supongo, similar al que debieron padecer los nobles franceses camino de la guillotina. Las masas se reunían en la Gran Vía para disfrutar del espectáculo que significaba aporrear con saña a los del Deportivo. Caras desencajadas las de fuera, al borde del paroxismo fanático, y caras desencajadas, por el miedo, las de dentro. Como el coche se pare nos apalean. El Balilla intentaba hacer honor a su nombre, supongo que debido a lo que se suponía capacidad de alcanzar gran velocidad, pero todo quedaba en mera declaración de intenciones. Como una bala, Balilla. Puro marketing, aunque en aquel entonces no hacía falta. Para comprar un coche había que tener una recomendación en Madrid que diese acceso a los cupos de importación. «Coruñeses, fillos de puta, maricóns…«, todo aderezado con escobazos que el veloz Balilla no podía esquivar.
La llegada a El Viso fue deslumbrante. La casa estaba situada a la izquierda, yendo en dirección a La Peneda. Un gran portalón de hierro para la entrada de carros, ¿y coches?, y al otro lado del muro que daba a la carretera una cancilla, también en forjado. Al fondo en lo alto, se veía la mansión. Así me lo parecía entonces. Enmarcada entre centenarias palmeras, con paredes de piedra y encaladas, y suelos parcialmente decorados con mosaicos, como correspondía al palacete de un indiano.
No lo recuerdo exactamente, pero creo que los dueños vivían en Brasil, y sólo iban de vez en cuando por allí, a pasar unos días en verano. De hecho me parece que sólo les ví una vez, cuando quedé impresionado por la vistosidad del haija en el que venían, del que tanto me había hablado Silverio, el gaiteiro, hijo del señor Lino. Haija, palabra mágica derivada del castellano Haiga; así se denominaban en la Galicia rural de entonces a los coches de lujo, aunque no recuerdo el por qué.
Como buen coche americano de los años 50 era muy largo, larguísimo, de color rosa pálido. Su color, su tamaño y la rectitud de sus formas, con la carrocería silueteada por todo tipo de ángulos, contrastaba de forma marcada con el Balilla, tan negro, tan redondo. Qué pobres somos, pensé cuando los ví juntos por primera vez. El indiano tiene este cochazo, viste de forma elegante, trajes blancos con chaleco, sombrero de canutillo y bastón, y zapatos negros, puntiagudos, de charol. El señor Lino tiene conejos, gallinas…, y nosotros sólo tenemos el piso de Vigo, tan oscuro, tan pequeño, tan sin vida al lado de todo ésto. Deformados pensamientos de un niño de cinco años incapaz de ir más allá de lo que veía.
La finca era inmensa. El coche entraba por una pista de tierra de pendiente muy pronunciada, delimitada por grandes parras a la izquierda y un talud todo verde a la derecha. Al final de la pista, en un altiplano, la casa, de forma cúbica, en dos plantas, con un porche al frente, donde estaban las palmeras, tan altas que se veían ya desde el comienzo de la carretera de entrada a El Viso.
En la parte de atrás de la finca estaba El Chaval. Era muy grande, de raza indefinida, pero increíblemente bonito para dos niños de la ciudad. Una cadena mugrienta le mantenía permanentemente unido a una caseta de paredes húmedas y desconchadas. Cuando nos vió, el día que llegamos, se desperezó de forma indolente, estirando primero sus patas delanteras hasta casi tocar con su hocico el suelo, y luego cada una de las traseras, por separado, como lanzando patadas al vacío. Tras este ritual con el que supongo que ante nosotros, extraños, trataba de disimular la privación de libertad en la que vivía, «aunque os lo parezca no estoy preso, soy yo el que se pone la cadena para poder descansar, así nadie me molesta«, comenzó a mover el rabo de forma cada vez más rápida, al tiempo que hacía extrañas muecas subiendo y bajando el belfo. Era una forma de decirnos que podíamos ser amigos, que él podría acompañarnos a descubrir un mundo maravilloso que nosotros desconocíamos. «Aquí hay cantidad de olores, rastros que llevan a presas apetitosas, yo soy cazador, ¿sabéis?, y tengo mucha experiencia, conozco todo esto a la perfección«. Por supuesto que le creímos al momento.
Nada más soltarle, la tentación era muy grande ya que El Chaval nos prometía emocionantes aventuras, sentimos por primera vez lo desagradable que puede ser el que una lengua llena de baba recorra tu cara una y otra vez dejando en ella cantidad de caminos plateados, como si todos los caracoles que por allí vivían se hubiesen puesto de acuerdo para pasear por nosotros al mismo tiempo.
De pie, con sus patas delanteras apoyadas en mis hombros, era más alto que yo, pero nunca llegó a tirarnos. Muy pronto, como buen perro de raza cazadora, aunque nadie le hubiese etiquetado como hoy se hace (éste es fantástico, un cruce de setter con pointer, pero tiene algo de grifón también, así se venden las motos entre los cazadores…), empezó a recorrer los múltiples caminos que en la finca había invitándonos a acompañarle. Su marcha era rápida y en zigzag, sin rumbo aparente, con el hocico siempre a ras de suelo. Seguro que pretendía impresionarnos, y lo consiguió, con sus capacidades de rastreador. A cada poco se paraba y levantaba la pata para dejar su marca. «Es que éste es mi territorio, ¿sabéis?. Aquí mandamos el señor Lino y yo«. Aquella noche, la primera noche en El Viso, nos acostamos sabiendo que habíamos encontrado un amigo.
El Chaval fué siempre un fiel compañero de juegos. Salvó a Manuel, mi hermano, de morir ahogado en la charca que había al final de la finca. Estaban los dos solos. «Por allí no se puede ir«, nos habían advertido, «aquella charca es profunda y peligrosa«. Pero aquel día, lluvioso, El Chaval debió convencer a Manuel de que valía la pena conocer a los tritones que vivían en la charca. «Vente conmigo, son muy raros, se pasan el día en el agua. Se mueven muy poco por lo que si hay suerte podemos pillar alguno. Ya verás la alegría que le das a tu hermano si le llevas uno de esos. Y hay también otros de colores. Por aquí dicen que son venenosos, pero yo no lo creo«. ¿Quién podría resistirse ante la posibilidad de una aventura como la que El Chaval ofrecía?, nadie evidentemente y mucho menos a los 4 años de Manuel. Allí se fueron los dos, en secreto. Nadie supo nada, hasta que pasado quién sabe cuánto tiempo, El Chaval apareció aullando insistentemente y tratando de abrir la cancela que daba paso a la cocina. Cuando por fin entró hizo lo imposible por explicar lo que había pasado, pero como no le entendían («qué burros son estos hombres…«) agarró con sus dientes el delantal de Estrella intentando llevarla hacia fuera. Su extraño comportamiento hizo pensar que algo raro había pasado por lo que todos, yo incluído, le seguimos por la finca hasta la charca. Allí, en el borde, estaba Manuel, tirado en el suelo, empapado y medio inconsciente. «Le dije que no se acercase tanto, pero quiso coger un tritón con la mano y se cayó al agua. Me tiré para sacarle, me costó bastante, pero al final lo conseguí.» Esa fué su versión, que después reafirmó Manuel, contada con gran excitación que se manifestaba en sus ladridos y rápidos movimientos alrededor de los que allí estábamos.
El Chaval fué un gran amigo. Lo comprobé una vez más al volver de Madrid, adonde había ido dos meses para curarme de aquel ganglio tuberculoso. Los mismos saltos y lengüetazos. La misma excitación que cuando nos conoció. El pobre murió de pena al poco tiempo de marcharnos de El Viso. No nos habían dejado llevarlo al piso de Vigo. «¿A quién se le ocurre meter este perro en un piso?. No es un perro de ciudad, no podría vivir en el piso, se moriría de pena«. Efectivamente, así fué, aunque las razones fuesen justamente las contrarias. Estuvo tres días sin comer, tumbado, con el hocico entre sus patas, probablemente pensando que nos habíamos cansado de él y por eso le habíamos abandonado. Aunque ya nunca pudo decírmelo, durante mucho tiempo después me parecía oírle por las noches diciéndome «decidí atarme otra vez, para que nadie me molestase y poder morir tranquilo. Aún era joven y sabía que dejaría a varias de por aquí totalmente desconsoladas, pero la vida había perdido ya todo su sentido cuando os fuísteis y me dejásteis allí. Tenía tantas cosas que enseñaros, todavía, tantas aventuras que correr con vosotros…«
El señor Lino se reía de forma estruendosa, siempre, dejando ver una boca desdentada, sobre la que se insinuaba un ralo y entrecanoso bigote que el barbero de la curva que llevaba a Arcade mantenía bien recortado.
Yo le veía muy alto, con aquella chaqueta negra de paño que le colgaba por todos lados. Camisa de rayas azules y blancas, con los puños sobrepasando en un cuarto las mangas de la chaqueta, y los zapatones tipo bota de cuero curtido, a lo mejor cosidos por él mismo.
Sus manos eran enormes, morenas del campo, como toda su piel, y con infinidad de gruesas venas siempre dilatadas. Encallecidas y ásperas, pero amigables; inspiraban protección cuando se posaban en tu hombro, lo que no ocurría muchas veces porque casi siempre las tenía ocupadas en colocarle bien la boina, sobre todo cada vez que hablaba.
Los domingos, cuando iba a misa, se colgaba el paraguas al cuello, por detrás, aunque hiciese sol. Era un signo de elegancia, porque el señor Lino era elegante, a su manera, pero lo era. No en balde cuidaba la casa del indiano. Olía a uva que recién ha iniciado la fermentación, quizás porque se pasaba horas en la bodega, entre las pipas, vigilando para que nadie despertase al vino que iba a ser de su sueño apacible mientras se transformaba en la oscuridad, entre aquellas paredes de piedra llenas de telarañas que hacía años que habían sido tejidas y vueltas a tejer.
Nunca le entendía cuando me hablaba. En parte, porque las frases iban enlazadas por estruendosas carcajadas, pero también porque el hecho de tener un diente o muela cada dos o tres, al azar, hacía aún más imposible que su cerrado acento gallego pudiese ser descifrado por un niño de la ciudad.
Fue también la primera tarde en El Viso cuando descubrí al petirrojo. Mi habitación estaba en la planta alta de la casa. Era pequeña, pero muy acogedora. Había una ventana, con solaina y contras de madera, que se abría hacia Poniente. La luz era cálida en su interior, incluso cuando llovía. Tan distinta del piso de Vigo en el que la habitación era mucho mayor pero la ventana daba a un patio de luces, gris, ruidoso y lleno de olores de cocina. La única ventaja es que por aquella ventana de Vigo podía ver a Katy, tan bonita a sus seis años, y comunicarme con ella.
Cuando entré en la que iba a ser mi habitación, en El Viso, la ventana estaba abierta. Serían las ocho, más o menos, por lo que aquel cuarto de la segunda planta estaba lleno por la suave luz de un atardecer de junio, y el olor, mezcla de más de mil perfumes para mí desconocidos, del campo. Por la ventana se asomaban las flores de una trepadora.
Fue entonces cuando le oí. Cantaba sobre una rama, muy suave, como advirtiendo de su presencia pero sin querer molestar. Acostumbrado a los gorriones de la Alameda de Vigo, grises y chillones, aquel pájaro me dejó fascinado. No sé cuánto tiempo estuve allí, viéndole y oyéndole, pero sí recuerdo que aquella noche me acosté con una profunda sensación de paz y bienestar. A los cinco años también se pueden experimentar esos sentimientos. Había conocido al Chaval y descubierto al petirrojo. Desde entonces, éste fué ya siempre mi pájaro preferido, aunque tuvieron que pasar algunos años hasta volverle a ver y escuchar su dulce canto, una vez que no volvimos a El Viso.
La mujer del señor Lino había muerto hacía ya unos años. Su hija mayor, Joaquina ocupaba su lugar en la vida familiar. Iba siempre de negro. Pañuelo negro a la cabeza, que una y otra vez se anudaba y volvía a colocar. Quizás era un tic consecuencia de los problemas que su padre tenía con la boina. Los zuecos siempre embarrados por los caminos por los que llevaba a las vacas. Ella siempre tirando y las vacas siempre reculando. Creo que eran los animales más caprichosos que nunca conocí. Estaban muy consentidas, quizás porque eran su mayor fortuna. Hablaba con ellas más que con su padre. Fueron muchas las veces que contemplé absorto esas conversaciones sin sentido aparente, espiando oculto entre los matorrales al borde del prado. Lo más fascinante es que las vacas parecían entenderla, para luego hacer siempre justo lo contrario de lo que les decía. Al menos esa era la conclusión que yo sacaba, aunque no acababa de descubrir cómo podían comunicarse. Una vez intenté probarlo.
Entré en el establo, al atardecer, me acerqué confiado a una de ellas, la Pinta, y dándole una palmada amigable en la cruz comencé a hablarle como lo hacía Joaquina. Evidentemente no había captado el lenguaje pues rápidamente la Pinta se revolvió intentando golpearme con la testuz. El susto fué tremendo, ya que además sus compañeras hicieron causa común con la ofendida y empezaron a mugir en plan amenazador. Para colmo, al oir el jaleo montado, apareció El Chaval, ladrando como un desesperado e intentando morder las patas de las que él pensaba eran mis agresoras. «Tranquilo, no te muevas, que a éstas les tengo yo ganas desde hace tiempo, ya verás como conmigo se acojonan«. El escándalo que se montó fué de tal calibre que como castigo me mandaron a la habitación, sin cenar. Me acosté convencido de que efectivamente eran los bichos más caprichosos que jamás había visto, así como de que nunca podría aprender esa jerga sin sentido que se utiliza para comunicarse con esos estúpidos animales, lo que por otra parte tampoco valía la pena.
Muchos años más tarde, viviendo ya en Teo, volví a oir este curioso tipo de conversaciones entre hombre y vaca. Vicente, el zamorano, se pasaba horas hablando con la Mora. Y como a los cinco años, en El Viso, también entonces volví a quedar asombrado ante esas charlas que pese a ser monotemáticas podían mantenerse durante horas: «pasa Mora…, vamos Mora…., me cajo na nai que te paréu Mora….«, aunque la Mora no hiciese más que pastar tranquila e indiferente a todo lo que la rodeaba, incluído el propio Vicente. Así una y otra vez, una tarde tras otra, verano e invierno.
Oyendo a Vicente con la Mora, llegué a la conclusión de que la vaca era para él algo más que un animal, aunque Vicente no fuese consciente de ello. Con ella podía descargar sus emociones, él era quien mandaba en esas situaciones y así le gustaba expresarlo. A Vicente le gustaba dominar a la Mora, porque en casa él era, seguramente, el dominado. La Mora debía ser como una representación de Rosina, su esposa, a quien podía decirle y mandarle todo lo que a Rosina no se atrevería. Fué entonces cuando entendí que lo mismo debiera ocurrirle a la hija del señor Lino. El matriarcado reinante en la sociedad gallega del rural de aquella época era, en casa del señor Lino, patriarcado.
Una tarde de aquel primer verano en El Viso, vinieron a buscar a mi padre a casa. «Doctor que hai un neno que está a morrer, a ver si pode vir con nós, que o rapaz morre«. Habían venido andando, desde una aldea a tres o cuatro kilómetros, porque sabían que en la casa del indiano estaba un médico de Vigo.
Mi padre en realidad venía a El Viso, con mi abuelo, los fines de semana, de viernes por la tarde a domingo, ya que se pasaba la semana en Vigo entre cirugías y consultas. No sé por qué me llevaron, pero fuí con ellos. Mi padre, los dos que habían venido en busca de ayuda, y yo, en el Balilla. Tardamos bastante, no porque la aldea estuviese lejos sino porque aquellos caminos lo eran sólo para carros de bueyes.
La casa era vieja, de mampostería. Allí descubrí los kikirikís. Andaban picoteando entre las piedras del porche, bajo una gran parra cargada de uvas que todavía prometían serlo.
No entendía cómo podían ser tan pequeños, acostumbrado como ya estaba a los grandes gallos del señor Lino, de plumas rojo fuego y cresta carnosa y colorada. Más de una vez habían saltado con sus espolones a las piernas de Joaquina, la hija del señor Lino, y hasta alguno le había hecho una profunda herida en la pantorrilla.
Los kikirikís me parecían de juguete, pero no tardé en descubrir que su mal genio era todavía superior al de los gallos de El Viso.
En la habitación, de paredes húmedas, se respiraba un olor insoportable. Las ventanas estaban cerradas y prácticamente no había más luz que la que daban unos cirios. Al fondo, sobre un camastro de madera, tapado hasta el cuello estaba un chico de unos 16 años, consumido por la fiebre. Temblando, con ojos hundidos que reflejaban una profunda tristeza, perdidos en el fondo de una cara tensa y enrojecida. El cuadro se completaba con seis o siete mujeres, de todas las edades, vestidas de negro, rezando y llorando.
Lo primero que mi padre hizo fué mandar apagar los cirios, abrir las ventanas y decir que sólo se quedasen en la habitación los padres del chico. «A ver, ¿qué ocurre?«. «Pois que hai dez días caíu na leira e fíxose unha ferida no xeonllo. Comezóu a hinchar e chamamos a unha compoñedora que lle puxo unhas cataplasmas. Pero cada vez vai peor, tén a perna moi hinchada e só quere beber«. («Pues que hace diez días se cayó en el campo y se hizo una herida en la rodilla: Comenzó a hinchar y llamamos a una componedora que le puso unas cataplasmas. Pero cada vez va peor, tiene la pierna muy hinchada y solo quiere beber»).
Mi padre lo destapó y apareció una pierna, la izquierda, tremendamente edematosa, envuelta en harapos manchados de un color amarillento, por los que rezumaban gotas de un extraño líquido. Con cuidado fué separando lo que intentaba ser un vendaje, hasta que quedó al descubierto la monstruosidad en que se había convertido la pierna. Del maletín que, en aquella época en la que no había ambulatorios, centros de salud ni hospitales, salvo alguno aislado en las grandes ciudades, llevaba siempre consigo, sacó un afilado bisturí con el que con decisión pero también delicadeza, trazó un surco desde la rótula hasta la pantorrilla. Fué entonces como si una fuente del líquido más fétido que nunca olí comenzase a manar a chorro. Una mezcla de pus y sangre saliendo de una extremidad medio podrida. Ya no recuerdo qué pasó después, tampoco sé si es porque me mareé. El caso es que días más tarde a la casa de El Viso me trajeron una pareja de kikirikís, que por cierto luego se quedaron con el señor Lino, y que el chico salvó su pierna y su vida.
Sesenta y tantos años después recuerdo toda aquella escena como si la estuviese viviendo de nuevo. Me impresionó lo que en aquel momento consideraba como un inmenso valor de mi padre al atreverse a meter el bisturí en aquella asquerosa pierna de aquel chico moribundo. Mal sabía entonces que poco tiempo después de aquello abriría con su bisturí mi vientre para extirparme el apéndice a punto de reventar…
La vida en El Viso era muy diferente a lo que yo había vivido hasta entonces. Cada día significaba algo nuevo, y casi siempre emocionante. Quizás por eso se asentaron de forma tan marcada tantos recuerdos en la memoria de un niño de cinco años.
Un día fuí a un entierro. Debía ser alguien muy importante de la zona porque la comida fué pantagruélica. Recordándolo ahora, desde la visión de la sociedad actual, me parece increíble todo lo que allí presencié.
La casa del fallecido estaba en Redondela, a unos dos kilómetros de El Viso, cerca de la curva donde estaba la fábrica de camisas de Regojo saliendo por la carretera vieja hacia Vigo. Era muy grande. Nada más entrar, en una gran sala, cantidad de mujeres enlutadas recibían entre llantos y exclamaciones a cada uno de los invitados a la ceremonia fúnebre. Al fondo, contra una pared, en el ataúd abierto, estaba el difunto. Era viejo, su cara estaba arrugada y amarillenta; dos tapones de algodón en la nariz hacían que su aspecto fuese de lo más inexpresivo.
En la sala olía extraño, era la mezcla de la cera derretida de los seis velones que hacían guardia alrededor del féretro, las flores semimarchitas esparcidas en el suelo a su alrededor y, hoy supongo, el sudor de la gran cantidad de gente que allí llevaba horas velando el cuerpo.
Al cabo de un tiempo, cuando ya se encontraban en la casa todos los que con certeza serían más de cien invitados, pasamos a la sala contigua, aún mayor que la anterior. En ella estaban dispuestas grandes mesas corridas que dibujaban una U, cubiertas por manteles bordados sobre los que había cantidad de fuentes con la comida, y flores, muchas flores.
Ya en el comedor, desaparecieron los llantos, se acabó el pesar y comenzó la algarabía. El menú funerario era a base de marisco, de todo tipo, pescado y carne asada. Tartas variadas, mucho vino y licores.
Por momentos el ruído en el interior de aquella sala fué haciéndose cada vez más insoportable. Conversaciones a gritos, grandes carcajadas y rostros progresivamente más congestionados por la comida, que parecía no tener fin, y el alcohol, vino, aguardiente, coñac, servido una y otra vez.
Supongo que el difunto, al que se podía ver en la otra sala, disfrutaría con la juerga allí montada en su honor.
En la sala había más niños, pero cada uno estaba con sus familiares. Cerca de mí, en donde estábamos mis padres, abuelos, Manuel y yo, estaba alguien muy conocido de Redondela, de la familia Ocampo. Es probable que el difunto tuviese algo que ver con él, pero no lo sabía o no lo recuerdo.
Finalizando los postres entraron los gaiteiros. Aplausos, cánticos, hasta que de pronto, como por arte de magia, volvieron los llantos y las conversaciones en voz baja. El cura, que por supuesto había participado activamente en el festejo fúnebre, se había levantado ya de su lugar de honor en la mesa para iniciar los responsos con los que el fallecido sería despedido de su hogar.
Nunca, por supuesto, volví a vivir un entierro como aquél. Esa sí era una forma de despedir de la vida; no como hoy en tanatorios, crematorios, hablando siempre muy bajo y sin comida de celebración. En el rural de entonces, la categoría del difunto o la de sus familiares estaba en relación directa con el tipo de despedida que se le hacía.
La Peneda era, aunque yo no lo sabía, un monte totémico, como El Pindo de Carnota o El Pico Sacro. Joaquina me contaba que por la cima había muchas meigas y que incluso algunas noches se podían ver las llamas de las hogueras que encendían en sus rituales. Esas noches desaparecía algún animal de la aldea, generalmente una oveja o cabra, capturado para el sacrificio. Tampoco era raro que uno o dos días después de que las llamas en la cima hubiesen dado la señal muriese alguien en la zona. Aquellas noches cantaba el moucho (lechuza), y cuando lo hacía cerca de una casa ya se sabía que alguno de los que en ella vivían era el escogido. Por eso muchas noches tuve que dormir ahogado entre mantas para no oir a alguno de los muchos mouchos que anidaban en los carballos de El Viso. Todas las precauciones eran pocas, ya que, además, por el camino de la aldea bajaba la Santa Compaña, a lo mejor enviada por las meigas de La Peneda, a escoger, por si no llegara con el canto del moucho, al que iba a acompañarles al más allá.
La suerte que teníamos, los que vivíamos en la casa del indiano, es que al lado del muro que daba a la carretera, había una imágen de una Virgen, guardada por rejas, siempre iluminada por una vela. Al pasar por delante de ella había que pararse y rezar de rodillas una oración por las ánimas del purgatorio. La vela debía estar permanentemente encendida, sobre todo por la noche, con lo que la Santa Compaña al ver que aquella casa estaba amparada por la Divina Providencia, pasaba de largo, sin pararse jamás.
Nunca ví a la Santa Compaña, aunque a los 15 años lo intenté varias veces con dos de los hijos de José María Castroviejo, buen conocedor de las costumbres de estas almas en pena, ocultos en las noches de niebla al borde de las corredoiras de Tirán por las que solían pasar gimiendo y arrastrando sus cadenas.
Nunca ví a la Santa Compaña, algo a lo que le tenía pavor el niño de cinco años en El Viso, pero sí en cambio conocí a una meiga.
Era una pescantina de Cesantes, que cada dos días subía andando por la cuesta hacia la casa del indiano, llevando en la cabeza una gran patela llena de pescado. Comenzó a venir por allí desde que se enteró de que estábamos veraneando en aquella casa.
«Ay señora, non fale con ela que é unha meija. Vailles facer aljún mal. Mire que aquí xá lle botóu o mal de ollo a dúas mozas e unha morreu e a outra quedóu preñada dín que do demo porque non lle andaba con ninjún rapás» («Señora no hable con ella que es una bruja. Les puede hacer algún daño. Mire que aquí ya le echó el mal de ojo a dos mozas y una murió y la otra se quedó embarazada, del demonio dicen porque no andaba con ningún hombre»). Mi abuela, aunque era muy creyente, no le hacía caso a Joaquina. Le gustaban los choquitos y las fanecas recién pescadas que traía Isolina, la meiga.
Isolina subía en el coche de línea, el de Mirón, hasta la curva. Desde allí hasta la casa la gente se apartaba a su paso, evitando mirarla sobre todo a los ojos.
Era mayor, a mis ojos, pero debió haber sido muy guapa. Morena, de ojos azules, siempre sonriente. Vestía trajes muy sueltos, de colores, en los que predominaba el rojo. También roja era la pañoleta que llevaba a la cabeza. La verdad es que contrastaba mucho con las otras mujeres de la zona, gruesas, encorvadas y de negro. Isolina era muy esbelta, y su andar era elegante, pese a la carga que llevaba en la cabeza.
«Matóu ó seu home o día seguinte de casarse. Dín que lle déu unhas herbas a beber e as dúas ou tres horas morréu…«. «Os veciños que tiña tiveron que deixar a casa xá que comezaron a morrerlles todos os animais…«. (Mató a su hombre al día siguiente de casarse. Dicen que le dió de beber unas hierbas y a las dos o tres horas murió). «Isolina pasóu cerca da casa cando a marela estaba parindo e o cucho nacéu morto…» (Isolina pasó cerca de la casa cuando la rubia estaba pariendo y el ternero nació muerto).
Todos en El Viso tenían algo contra Isolina, que vivía sola en una pequeña casa al lado del arroyo que bajaba de La Peneda.
Un día la curiosidad pudo más que el miedo y esperé la llegada de Isolina, con el pescado, sentado en lo alto del muro sobre la carretera. Cuando llegó a mi altura, mientras esperaba que le abriesen la cancela, me miró sonriente, como siempre, y me dijo «Tés ollos de jato, pitoñentos. ¿Cómo te chaman?.» Escapé corriendo como alma que lleva el diablo pensando que me había echado la maldición. Pocos minutos después, ya en la casa, mi abuela me llamó porque Isolina quería conocerme. Todos mis miedos desaparecieron cuando me pasó una mano por la cabeza, y me dió un cariñoso beso en la frente.
Desde aquel momento no hubo un día en el que Joaquina no recriminase a mi abuela por lo sucedido, pidiéndole que me llevase al cura de Redondela que era un santo, y el único capaz de sacarme el meigallo que seguro ya llevaba encima. Temores de una buena mujer empapada en las creencias de la Galicia rural de los años 50 que además me tenía mucho cariño. Aunque no recuerdo aquello al parecer en varias ocasiones durante aquel verano en El Viso le había dicho que cuando fuese mayor quería casarme con ella… Debía ser cierto, pues cuando a finales de los 90 quise enseñarle a Ana y los niños aquella casa en El Viso, a donde nunca había vuelto tras aquel verano, al preguntar en la aldea por Joaquina apareció su hermana, Maruja, quien rápidamente me reconoció y tras un rato de charla, recordando aquellos tiempos de más de 40 años atrás, me dijo que Joaquina muchas veces en ese tiempo le había comentado «¿qué será de aquel niño, Susito (así me llamaba ella), que quería casarse conmigo?. Nunca volvimos a saber nada de él«. Evidentemente la pregunta no tenía nada que ver con una posible boda, si no tan solo con el recuerdo cariñoso. Me hubiera gustado verla aquel día, pero la pobre estaba en Vigo, sometiéndose a quimioterapia para tratar un cáncer de mama, así nos lo dijo Maruja. Quedé en volver por allí y llevarles un regalo, pero circunstancias posteriores de la vida hicieron aquel deseo imposible, por desgracia.
También Isolina, «la meiga» fué siempre muy cariñosa conmigo. Pocos años después de aquel verano vino un día a visitarnos a la casa del Carmen, no sé cómo averiguó dónde vivíamos. Nunca nos contó nada acerca de su vida, pero la realidad es que la recuerdo como una persona alegre, con personalidad, tranquila y llena de vida.
La Peneda era monte de meigas, pero también un imponente mirador desde el que se podía ver el final de la ría de Vigo bajo una perspectiva muy distinta a las habituales. En La Peneda había castros, dólmenes, construcciones megalíticas, vestigios de una población que allí se había asentado hace miles de años. Por éso era un monte totémico, al que mis padres acostumbraban llevar a todos los que en aquel verano nos visitaban en El Viso.
La ascensión a La Peneda era larga, pero muy bonita. Ibamos andando desde la casa hasta la base del monte, donde había cantidad de corredoiras entre carballos; agua por todos lados, charcas, manantiales, pequeños arroyos. Pero sobre todo un gran número de pájaros, lagartos y caballos salvajes.
A medida que se iba subiendo la vegetación iba cambiando, hasta llegar a un punto en el que el camino hacia la cumbre ya no lo era; sólo se veían pequeños arbustos que crecían como podían entre las innumerables moles graníticas que señalaban el alto del monte. Las rocas eran inmensas, pero muy suaves de formas, modeladas una y otra vez por la erosión a lo largo de cientos de miles de años.
El tramo final era muy duro, prácticamente para cabras, pero las increíbles vistas desde la cima compensaban con creces el sufrimiento que se padecía con aquella subida. Así era para todos los que aquel verano subieron con nosotros. Para todos menos para la tía Tula claro (diminutivo de Gertrudis…). ¿En qué cabeza cabe el pensar que la tía Tula podía subir a La Peneda, y disfrutar del paseo, incluso aunque no hiciera el calor que hacía aquella tarde?. Supongo que fué idea de mi abuelo, tan dado a ideas geniales que siempre acababan en algún conflicto.
La excursión a La Peneda comenzaba alrededor de las cuatro y se volvía a casa cuando ya era la hora de cenar. Alrededor de cinco horas de las que sólo unos quince o veinte minutos se descansaba, bien refrescándose en los regatos o bien disfrutando con las vistas una vez en lo alto.
Hacia mitades del verano la tía Tula había venido a pasar una semana en El Viso. Llegó refunfuñando, como era habitual en ella, y se marchó antes de lo previsto, tras la subida a La Peneda.
La verdad es que nunca, a lo largo de los años que la traté, la consideré como la persona fría y perversa que todos en casa decían que era. Y no es que conmigo tuviese un trato especial, que no lo tenía, pero aunque durante una época, de niño, le tuve mucho respeto, más que miedo, a medida que fuí creciendo y madurando aprendí a verla bajo otra perspectiva. No sentía simpatía por ella, era imposible, pero su comportamiento me hacía gracia y su vida me daba pena.
La tía Tula era una de las hermanas mayores de mi abuelo. Se había casado muy joven, con un militar que llegó a altas posiciones dentro de la esfera de poder que el Ejército tenía en la España de los años treinta y tantos. Era, además, hermana del tío Paco, otro militar de prestigio en Madrid, y, sobre todo, del tío Salvador, el único Capitán General que con Franco había en España. Precisamente del tío Salvador me habló maravillas como persona el general Armada, marqués de Santa Cruz de Ribadulla, quien fué teniente a sus órdenes. El tío Salvador fué el único que cuando los fusilamientos masivos de republicanos tras las guerra civil le plantó cara a Franco, ya como general de división, e impidió la muerte de muchos de aquellos que habían sido vencidos sin saber por qué ni contra quién habían luchado. Sobre todo en el País Vasco. Por eso, porque Franco le respetaba, fué nombrado Capitán General de la Octava Región Militar. Es una historia que oí muchas veces siendo niño, y que confirmé más tarde ya de adolescente, cuando estudiaba en Madrid, o más recientemente, año 1999 por boca de uno que había servido bajo sus órdenes, como Don Alfonso Armada cuando por curiosidad fuimos Ana y yo a conocer su precioso Pazo de Rivadulla en Vedra.
No es de extrañar entonces que la tía Tula, muy guapa según decían en casa, estuviese acostumbrada a una vida de lujo: vivienda gratis en el barrio de Salamanca, sirvientes soldados, comidas y recepciones oficiales, en fin todo lo que Madrid ofertaba a los militares de alta graduación, como era su marido.
Con tres hijos, la tía Tula que se había casado muy joven, enviudó también muy joven. La pensión que como viuda de militar le quedó era una miseria, pero además se acabó la casa gratis y dejó de haber sirvientes soldados. Fué entonces cuando la tía Tula tuvo que dejar Madrid, la corte de los placeres, y buscar un piso en Vigo, donde estaba su hermano pequeño, cuyo alquiler estuviese al alcance de su mísera pensión. De ser la mujer del coronel Molina, había pasado a Tula Múgica, viuda con tres hijos.
El segundo de sus hijos Pepe, era una persona encantadora. A los veintidós años, alférez en la Academia Militar de Zaragoza, haciendo gimnasia una jabalina lanzada desde el otro extremo del campo, a su espalda, le había atravesado la pierna derecha. Hoy ese incidente no habría tenido mayor repercusión, pero en aquella época, en la que la penicilina estaba por descubrir, le costó a Pepe la amputación de la pierna a la altura del muslo. Anduvo ya desde entonces con una pata de palo y una muleta. Por éso, en su carrera militar, sólo llegó a Caballero Capitán Mutilado.
De entre sus hijos, Pepe era, para la tía Tula, el favorito. Su accidente representó, por tanto, un muy fuerte golpe para ella. Desplazarse a Zaragoza, veinte horas en aquellos trenes, para escuchar impotente que, a vida o muerte, había que cortarle la pierna a su hijo preferido, tuvo que ser tremendo.
Pepe salió adelante y se casó. «Aquélla sí que era una mujer con clase». Esa era la frase favorita de la tía Tula, una vez que Pepe se volvió a casar, con Julita, a la que Tula despreciaba a más no poder.
Al poco tiempo de haberse casado Pepe enviudó. Viudo y mutilado se fué para Vigo, a casa de la tía Tula. No sé cuánto tiempo después conoció a Julita y se casó con ella. Julita era huérfana, vivía de su trabajo como operadora en la Telefónica, en Vigo, y con ese sueldo más los extras que sacaba haciendo unas preciosos muñecos de trapo, mantenía a su hermana pequeña, Vicky.
Eran totalmente opuestas. Julita, cinco o seis mayor que Pepe, andaría por los treinta y tantos; era fea, delgada, huesuda, pero muy dulce y cariñosa. Vicky, a sus veintidós años era guapetona, tenía un buen tipo que, además remarcaba utilizando pantalones y jerseys muy ceñidos (en la época en la que cualquier mujer decente sólo usaba faldas), iba siempre muy pintarrajeada y se pasaba las tardes sentada en el Círculo Mercantil de la calle del Príncipe. Tenía sexo, pero no seso, y para colmo fumaba.
Cuando Pepe se casó con Julita, se la llevó a vivir, con su hermana, a la casa de la tía Tula, frente a la iglesia de Santiago el Mayor de Vigo. Supongo que la convivencia debió de ser terrorífica. Julita era imbécil, pero Vicky era una fulana. Esa era la opinión que de ellas tenía la tía Tula, opinión que nunca modificó. «Mamá, ¿no quiere que la ayude a levantarse?». «Estáte quieta, idiota, que no soy tu madre». La voz era muy suave, casi susurrante, así hablaba la tía Tula sin modificar jamás el tono, era como si los labios no se moviesen al hablar, pero de ellos salía puro veneno.
Un día, tras una comida en casa, se quedó mirando fijamente a Vicky, más ceñida que nunca, y hablando como para sí misma largó un «está como para cagarse en su madre», de forma tan inexpresiva, tan aparentemente inocente y en un tono tan de como quien está refiriéndose a algo tan banal como puede ser el buen tiempo que hace, que a Manuel y a mí nos llevó a tener que salir del comedor por el ataque de risa que nos entró.
Pobre tía Tula. Muy pocos años más tarde tuvo que atravesar Madrid, sóla en un taxi, detrás de la ambulancia que llevaba a Pepe al cementerio. Le habían operado del riñón, en Madrid, y murió en el hospital a los pocos días. Todavía vivíamos en Reconquista cuando sonó el teléfono con la noticia. Estábamos acabando de comer. Recuerdo que mi madre se puso a llorar contra la ventana, pensando en su desgraciado primo, pero también recuerdo que lo que a mí se me vino a la cabeza fué la pobre tía Tula. Aquella tarde, Julita se vino a llorar a casa, ya que la tía Tula no la había dejado ir a Madrid a acompañar a su marido ni antes de la operación, ni después en su último camino al cementerio de la Almudena.
Al poco tiempo de la muerte de Pepe, Julita y Vicky tuvieron que marcharse de casa de la tía Tula e irse a vivir a un bajo de mala muerte en Teis. Allí, Julita siguió haciendo muñecos durante mucho tiempo. Vicky, mientras tanto continuaba con sus tertulias en el Mercantil. «Siempre fué una fulana», sin que su tono de voz se alterase lo más mínimo al decirlo.
La soledad de la tía Tula sólo desaparecía cuando a su hijo mayor Juan le dejaban salir del manicomio de Conjo, en el que mi padre había conseguido que lo ingresasen. Su otro hijo, Paco, catedrático de Física de Instituto se había ido destinado a Zamora, poco después de casarse con Aurorita. «Esa es una mosquita muerta. No vale para nada.». Paco había conocido a Aurorita en Lugo, cuando había estado destinado allí. La familia de Aurorita tenía un comercio en el que ella vendía lana para tejer. Era muy menuda y un tanto insípida. No es extraño entonces que la tía Tula, tan clasista y dominante la despreciase también profundamente. Por eso se fueron a Zamora, escapando de la «viuda negra», como alguno de la familia la llamaba.
Juan no estaba loco, aunque la familia de Madrid se refiriese a él como Juanito el tonto. Era muy inteligente, y tenía una excepcional capacidad para el dibujo. Sus dibujos, sobre todo de locomotoras, con las que estaba obsesionado, eran perfectos. Hasta el nombre de cada una de las máquinas y sus números de serie aparecían exactamente reflejados en cada uno de ellos.
Juan era médico. Muy buen médico, según decían, y dotado de una gran sensibilidad. Una persona muy cariñosa. Sus problemas empezaron precisamente por éso. Era incapaz de ver el sufrimiento de sus enfermos, la miseria en la que vivían, y la pobreza que les imposibilitaba comprar la medicación que les recetaba. Ahí empezó para él un círculo infernal del que una vez metido ya no pudo salir. Sufría ante el sufrimiento y acabó comprando él mismo los medicamentos que recetaba y que sus enfermos no podían pagar. En algún momento descubrió la morfina, y se hizo adicto a lo que le permitía huir del mundo cruel que él vivía por los demás.
Mi padre consiguió que lo ingresasen en el manicomio, como única alternativa para acabar con su adicción. Tardó en conseguirlo pero lo logró, aunque su mente quedó trastornada para siempre. A partir de ese momento su vida se centró en el estudio de las máquinas del tren. Conocía a todas las que circulaban entre Galicia y Madrid, sus nombres, sus características, todo, absolutamente todo acerca de ellas. Renfe debió haberle nombrado maquinista de honor, ya que estuviese donde estuviese, y se encontrase con quien se encontrase, Juan siempre tenía una excusa para introducirse en la conversación y hablar de alguna de las máquinas de las que llevaba un milimétrico dibujo en el bolsillo. Se sabía de memoria, además, recorridos, horarios, cambios de vía y paradas hasta en el más perdido de los apeaderos.
Desde que salió de Conjo hasta su muerte, a los 92 años, vivió ya siempre al lado de su madre. Incluso, al final de sus vidas se fueron los dos juntos a una residencia para ancianos en Medina del Campo. Seguro que allí Juan fué feliz analizando el intenso tráfico ferroviaro de la zona.
Aquel verano que la tía Tula vino a El Viso, lo hizo sola, ya que Juan estaba todavía internado en Conjo.
La tía Tula era gruesa, muy gruesa. Sus piernas padecían un importante atasco circulatorio, con insuficiente retorno venoso. Por eso estaban siempre hinchadas, cada vez más. Los tobillos eran como los de un elefante, y en el empeine se dibujaban, en cada pie, dos imponentes promontorios. Iba siempre de negro, aprisionada por el corsé (una ballena entre ballenas). Justo encima de la rodilla unas negras ligas aguantaban sus medias, también negras, contribuyendo a dificultar el retorno venoso. Le costaba trabajo levantarse de las sillas donde se apoltronaba, y mucho más andar.
Creo que su única satisfacción en la vida era la comida. Los domingos venía a comer a casa. «Está colosal», era la frase que a lo largo de muchos años le oí una y otra vez al finalizar cada plato o antes de repetir del mismo.
Llevar a la tía Tula a La Peneda era como pretender que un elefante hiciese funambulismo, equilibrios sobre el alambre. Pero la llevaron, supongo que por idea de mi abuelo.
Acabó empotrada en un hueco entre dos rocas, sin poder moverse en ninguna dirección. Era como si una gran llave por fin hubiera encontrado su cerradura ideal decidiendo quedarse allí para siempre, sin girar ni, mucho menos, salir.
En aquellos años no había todavía las grandes grúas capaces de desplazarse sobre camiones, por lo que sacar a la tía Tula del improvisado nido en el que se había alojado en las rocas de La Peneda, fué tarea de chinos. Por fin entre mi padre, Pallarés, un médico de Burgos que había venido a visitarnos a El Viso, y Abundio, un chico de la zona, lograron izar a la mole que, por entonces, había adquirido características humanas y lloraba, aunque también despotricaba contra todo y todos los que allí estaban. Mi abuelo, su hermano, no pudo echar una mano, en ningún momento, ya que la risa se lo impedía.
¿A quién se le ocurriría subir a la tía Tula a La Peneda?. Ya por el camino hacia la cumbre había tenido que ir agarrada por ambos brazos, porque tropezaba y resbalaba continuamente. Sus zapatos, negros, de suela, que nunca la abandonaron mientras la traté, eran el calzado ideal para caminar por el bosque y ascender monte arriba.
De vuelta a la casa, la tía Tula se metió en cama, magullada y cabreada. Tras dos días de reposo, sin salir de la habitación, decidió dar por finalizada su estancia en El Viso y volverse a Vigo.
“Tiene la cara como un mapamundi, pero no parece haber ningún daño importante”. Manuel, en el suelo, al lado de la entrada, miraba a unos y otros sin saber si llorar por el golpe o por las zurras que se temía. Tal y como le había visto irse por la cuesta abajo creí que atravesaba el portalón como decían que podría hacerlo la Santa Compaña, si no estuviese cerca la imágen que nos protegía a los que vivíamos en la casa del indiano.
En realidad la culpa la había tenido Jesús por traerme aquella maravilla con ruedas. “No se os ocurra acercaros a la pista subidos en éso”. Pues claro que no, como si no fuésemos conscientes de lo pronunciada que era aquella pendiente y el peligro que se podía correr bajando por ella, sin frenos. Y no nos habíamos acercado, lo que pasó es que entre los matorrales del talud que bordeaba la pista por la derecha, subiendo, había descubierto un nido de pájaro con cuatro crías, y ahí empezó todo. Fué una casualidad. Mientras Manuel se arrastraba, empujando con las piernas, aquella especie de carrilana por el jardín frente al porche, yo me había acercado al talud atraído por lo que me parecían unas llamadas fascinantes por lo desconocidas. Sonaban parecido al piar de los pollitos recién nacidos, los que allí llamaban tomateros, de los que me hacían comer uno diario para recuperarme aunque no me gustasen. “Tienes que comerlo todo para que no haya que ponerte más inyecciones y puedas volver a ir a la playa”. “Este trocito por Joaquina que para éso te los trae, este otro por la abuela, este otro por…”, así un día y otro. Comer los bocados por cada uno de los presentes, y ausentes, era como las oraciones que la abuela María nos hacía rezar, cuando estaba allí, después del cotidiano rosario. “Un padrenuestro por el alma de…, un avemaría por la salud del Caudillo…, otro padrenuestro por las ánimas del purgatorio…”. Al que no rezase lo fulminaba con la mirada. “Múgica, ya sé que usted no es creyente, Dios se lo recordará cuando le llegue la hora, pero no le dé usted mal ejemplo a los niños”, le decía a mi abuelo. Todos sabíamos que el abuelo se reía de la religión; todos menos el cura de Santo Tomé de Freixeiro que en aquella vieja y pequeña iglesia, al lado de Castrelos, en Vigo, tuvo la osadía, muchos años más tarde, de ensalzar la fe y las virtudes católicas del hermano Ulpiano, cuando éste yacía frente al altar sin poder rebatirle sus afirmaciones como en vida habría hecho.
El piar sonaba insistente, de entre los arbustos. Era mucho más suave que el de los tomateros, más dulce, más atractivo. A gatas me fuí acercando hacia la llamada, muy despacio, sin hacer ruido, como había visto hacer al Chaval cuando acechaba a los grillos. “Hay que ir muy lentamente, moviendo sólo una pata de cada vez; y si puedes lo más cercano al suelo que te sea posible. Los grillos tienen unos ojos en la punta de unos hilos que les salen de la cabeza; los están moviendo siempre para poder ver si les viene algún peligro desde arriba, algo como yo, por ejemplo, porque los ojos normales sólo les valen para ver en sus nidos, debajo de la tierra”. El Chaval era un gran cazador, aunque nunca le ví cazar ningún grillo. El acercamiento a la presa era todo un espectáculo. Podía estar tumbado boca arriba, espatarrado, con la cabeza ladeada y la lengua fuera, babeando, cuando de repente se volvía bruscamente, como si le hubiese picado algo. “Callaros y no os mováis, ahí hay uno”. Su cuerpo se tensaba haciendo resaltar aún más sus costillas, mientras que su nariz y orejas empezaban una serie de arrítmicos movimientos en todas las direcciones. Los músculos de sus patas parecían a punto de estallar a medida que se iba acercando a la pobre presa. La cola recta, en línea con la espalda. Muy despacio, muy despacio. Siempre la misma operación, siempre los mismos movimientos que nosotros contemplábamos fascinados. “Cállate Manuel, no hagas ruido que está de caza”. Y de pronto un salto en picado, con la boca por delante, que siempre era seguido por un rabioso escarbar con las patas delanteras, más rápidas y eficaces que la laya de Joaquina. Cuando la tierra había volado ya lo suficiente a su alrededor, se sentaba bruscamente y con una de sus patas traseras comenzaba otra rápida serie de movimientos hacia sus orejas. “No son pulgas, es que me debió de picar algo mientras me acercaba al grillo”. Una vez intenté rascarme como él lo hacía, pero me resultó imposible además de dejarme la oreja colorada como los tomates que había en la huerta. “Huy como tiene la oreja este niño; a este niño le picó algo, hay que echarle agua fría rápido”. No valía la pena explicar que no había sido capaz de rascarme como El Chaval lo hacía.
Nunca le ví llegar a cazar un grillo, pero la finca estaba marcada por sus intentos. “Cuando ya lo tenía me dí cuenta de que era un grillo real y por éso lo dejé escapar”. “No se debe matar a los grillos reales; son los que llevan una gran R dibujada en su espalda. Cantan mucho mejor que los otros, por eso hay que dejarles vivir”. Cuanto sabía El Chaval… Sus enseñanzas me fueron muy útiles, a mí y a los grillos reales de Castrelos. Gracias a él muchos salvaron su libertad cuando en las tardes de junio la pajita que utilizábamos para sacarlos de sus madrigueras en los jardines del pazo hacía salir a uno de aquéllos que llevaban una gran R dibujada en su espalda. “Dejarlo, es un grillo real, fijaros lo dice en su espalda”. A los nueve años, todos los cazagrillos de Las Traviesas diferenciábamos perfectamente a los grillos reales. Lo que nunca entendí, y El Chaval no supo explicármelo, es cómo se les dibujaba la R. Tampoco supe nunca quién lo hacía, pero el dibujo era real, como los grillos a los que El Chaval perdonaba la vida, es decir todos los que intentaba cazar.
A medida que me acercaba el piar se hacía más intermitente. No lograba identificar exactamente el lugar del que salía, por más que intentase mover mis orejas como hacía El Chaval en esas ocasiones. “Qué grandes tiene las orejas este niño, y qué separadas; Fina, tenéis que ponerle algo porque va a parecer un elefante”. Sabios consejos de la tía Tula que mi abuela cumplió al pie de la letra. Durante dos años tuve que dormir con unas orejeras de lana que tenían por misión pegarme las orejas a la cabeza. “Y no seas majadero que ni dan calor ni pican”. Dos años mirándome todas las mañanas, al quitármelas, para ver si ya estaban más pegadas a la cabeza. “Pues es que debe quitárselas durante la noche, porque si no no me explico que las siga teniendo así de separadas”.
Grandes y separadas, pero incapaces de moverse como las de El Chaval.
Agazapado en el suelo ví como un pájaro se acercaba con una especie de gusano en la boca y se metía en el arbusto que estaba justo frente a mí. Los píos se hicieron entonces más agudos y continuos. Unos segundos más tarde el pájaro salió en busca de más comida. Fué entonces cuando los ví. Muy cerca del suelo, entre dos ramas, había un nido bastante grande con cuatro crías que ahora estaban calladas mirándome mientras sus cuerpos subían y bajaban al ritmo de su agitada respiración. Era la primera vez que veía un nido y las crías que en él había. Los picos eran como de un color amarillento; estaban cubiertas de un plumón gris claro. “Manuel, corre, mira lo que hay aquí”. Y Manuel corrió, sin bajarse de la carrilana. Empujando con sus piernas el artilugio que me había regalado Jesús, se acercó al talud sin darse cuenta de que las ruedas podían deslizarlo pendiente abajo. En cuestión de segundos Manuel, sin soltar sus manos del volante, rodó por el talud, arrasando el arbusto y el nido que en él había, y llegó hasta la pista cogiendo cada vez más velocidad hasta que frenó con su cabeza contra el portalón.
Las crías quedaron totalmente esmagadas; aún recuerdo mi desolación al ver los pequeños cuerpos hechos papilla entre las hierbas, mientras en la parra la madre piaba llamándolas una y otra vez durante el resto de la tarde.
Si Jesús no hubiese hecho tan bien su trabajo, probablemente no hubiera pasado nada; aquellas crías habrían vivido, su madre no cantaría su tristeza como durante dos o tres días hizo por el jardín; Manuel no se habría puesto la cara como un mapamundi; y yo aún tendría mi carrilana. Pero Jesús era un buen carpintero, todo el mundo lo decía, y así lo había demostrado una vez más. Era alto y corpulento. Todo en él parecía grande; la cabeza, la nariz, descomunal, las manos, los pies. Hablaba muy poco, sólo cuando se le preguntaba y para éso tardaba minutos en contestar. “¿Qué le parece Jesús?, aquí quería poner un aparador de obra para guardar botellas y vasos”. Jesús no contestaba, se quedaba mirando fijamente el lugar escogido, como meditando, sin moverse, hasta que pasado mucho tiempo sacaba un metro del bolsillo medía una y otra vez y volvía a meditar. “¿Qué me dice Jesús?”. Muy lentamente giraba entonces la cabeza fijando su mirada totalmente inexpresiva en quien le preguntaba, hasta que, con suerte, contestaba “no le digo nada”. Uno o dos meses más tarde el trabajo estaba hecho, aunque no sin haber vuelto a medir y remedir la obra encargada, para desesperación de todos. “Pero Jesús, ¿no lo había medido ya?”. “Sí, señora”. “¿Y entonces?”. El repertorio de respuestas de Jesús había ya finalizado, por lo que la pregunta era inútil.
Jesús estaba casado con Elena, la bruta más cariñosa o la más cariñosa bruta que recuerdo de mi infancia. La expresividad de la que Jesús carecía le sobraba a Elena con creces. Era pequeña, muy morena de pelo y piel, y regordeta. Hablaba de forma atropellada, continuamente, y como siempre lo hacía entre risas, cada frase iba acompañada de múltiples salivazos, de pequeñas gotas, dirigidos, sin intención, a quien tenía enfrente. Sus manos eran callosas, con múltiples surcos marcados por un negro que, según le decía a mi abuelo, eran de cavar las leiras. Trabajaba de cocinera en casa; su especialidad eran los guisos a los que para darles sabor les metía un dedo en plena cocción. Al menos es lo que ella afirmaba cuando algún invitado preguntaba qué llevaba el guiso, sobre todo las caldeiradas de pescado, que estaba tan rico. “Hai que meterlle o dedo jordo varias veses, hasta que escalde, para que colla o sabor”, entre risas y salivazos. Alternaba un gallego incomprensible con un castellano todavía más incomprensible. “Elena, no hable gallego, coño”. “Xá non o falo, Don Ulpiano, estoi a aprendere o castelano polo arradio, escoito moito o arradio”. Dos salivazos y tres carcajadas hacían desistir a mi abuelo hasta el día siguiente.
Algunas noches, en Vigo, cuando mis padres y abuelos salían al teatro, Elena se quedaba cuidándonos con Estrella hasta que volviesen. Eran las noches de juerga, hasta que en una ocasión en el entreacto de una obra, mis padres decidieron acercarse a casa para ver cómo estaba, ya que como casi todos los días desde los 4 años, tenía fiebre. “Estrella, vayan a verlo con frecuencia y si se pone peor nos avisan”. Lo que ellos no sabían es que en cuanto se iban de casa, Elena venía a buscarme a la habitación: “ven aquí meu rei, móntate nos lombos que imos xogar os caballitos”. Estrella protestaba, “Ay Elena, que los señoritos dijeron que no se moviese de la cama”. “Pero él quere xogar e non lle deixan, ¿non é verdade meu rei?”. Aquella noche estábamos caídos en la mitad del pasillo, Elena revolcándose entre carcajadas, Estrella haciéndose cruces, y Manuel y yo tirados por el suelo también riéndonos a tope, cuando oímos la llave en la puerta del piso y entraron mis padres. Ahí se acabaron las juergas nocturnas con Elena, siempre basadas en el juego de los caballitos como ella le llamaba. Elena nos montaba a sus espaldas, juntos o por separado, y trotando con manos y rodillas recorría con nosotros encima el largo pasillo del piso de Reconquista. Más de una vez caíamos a mitad de camino. Las risas de Elena eran entonces más estruendosas, eso sí salivando para no perder la costumbre. Estrella, que siempre fué una señora, le decía: “Ay, qué poco sentidiño tienes Elena”. “Pero eles o pasan bien conmijo”.
El García Barbón era el teatro de solera de Vigo. Estaba frente a casa. Por éso fué fácil que mis padres nos cazasen aquella noche en plena cabalgata, y también por éso fué facil que a los pocos minutos de haber comenzado el primer concierto al que asistimos Manuel y yo nos llevasen rápidamente para casa. “Sóis un par de memos”. “Qué verguenza, todo Vigo os miraba”. “En cambio había que ver lo elegante que estaba, con la camisa de puños almidonados y la pajarita, y qué bien se portó Pacorro Novoa”. “Ese sí que es un señor, y sólo os lleva tres años”.
No tuvimos la culpa de lo ocurrido. La culpa fué del abuelo que, amante como era de la música clásica, nos obligaba a oir conciertos por la radio. De vez en cuando se emocionaba, y al finalizar un movimiento aplaudía, como lo hacía el público en la sala desde la que se retransmitía el concierto. Por eso no tuvimos la culpa de lo que pasó.
El García Barbón estaba a tope. Era el primer concierto en Vigo de la Filarmónica de Viena. Todo el que se preciaba en la ciudad tenía que estar allí aquella noche. “Hay que llevar a los niños, ya tienen edad para empezar a ir a actos de este tipo”. Yo tenía seis años y pico, y Manuel un año menos, pero ya conocíamos el Barbón por actuaciones para el Auxilio Social. Por eso no nos impresionó el ambiente que aquella noche había en el teatro, como tampoco el que cuando el director de la orquesta cogió la batuta comenzasen a oirse desde todos los lugares de la sala una serie de toses y carraspeos. Era como si de pronto a todo el mundo le hubiese comenzado a picar la garganta. De pronto, como obedeciendo a una orden, todas las toses se calmaron. El director había alzado la batuta para que el concierto comenzase. Qué coñazo. No te podías mover, no podías hablar; nada, no podías hacer nada, así nos lo habían advertido.
No puedo calcular el tiempo que pasó, supongo que poco aunque me pareciese mucho, pero en cuanto la música se interrumpió por primera vez, Manuel y yo, al unísono aunque estábamos separados, nos levantamos aplaudiendo enfervorizados al tiempo que gritábamos ¡Bravo, bravo!, como los más fieles admiradores de un director o compositor.
El director se volvió cabreado, algunos empezaron a decir chiss, chiss, y otros, tan ignorantes como nosotros, siguieron los aplausos que habíamos iniciado. Nos cogieron por el brazo y nos llevaron para casa pitando. No lo entendíamos, y mientras atravesábamos el pasillo central del Barbón, con el concierto interrumpido, y avergonzados ante las miradas de la gente, me preguntaba si lo correcto no era aplaudir como lo habíamos hecho para manifestar nuestra satisfacción por lo que estábamos presenciando y expresar, como el abuelo hacía ante la radio, nuestra felicitación a la orquesta y su director por lo perfecto de su ejecución.
Durante una serie de días, después de aquello, tuve la sensación de que la gente que paseaba por la Alameda a la hora del recreo, mis profesoras francesas de Ste. Jeanne d’Arc, mis compañeros del colegio, en fin todo el mundo, me miraban y señalaban diciendo: “ése es el que se levantó a aplaudir y gritar en pleno concierto. Lo tuvieron que sacar de allí”. Por cierto siempre, desde entonces, le tuve manía a Pacorro Novoa, tan serio, elegante y formalito que podía aguantar un concierto a sus nueve años. Pero bueno, la culpa de todo lo ocurrido la tuvo mi abuelo en realidad. Qué sabíamos nosotros de primer, segundo o tercer movimientos, entreactos, bises y demás historias.
Nunca conocí las razones, pero Jesús me quería como si fuese el hijo que nunca tuvo. Cada vez que venía por casa se me quedaba mirando fijamente, con sus ojos inexpresivos, mientras en su boca se insinuaba una sonrisa. Así mucho tiempo, mientras yo leía o jugaba. No me hablaba, sólo decía “Suso, Suso, ay Suso”, cuatro palabras y silencio hasta que pasados unos minutos comenzaba con la misma cantinela. Años más tarde, cuando nos cambiamos al Carmen y ya Elena no trabajaba en casa, Jesús aparecía al menos una vez al mes por allí y preguntaba “¿y Suso?, ¿cómo está Suso?, ¿y cuándo vuelve Suso?”. El abuelo me decía que era como tener un perro fiel, grande, tranquilo y capaz de hacer absolutamente todo por su amo. “E que él solo fala de Suso, non hai outro na familia. Ay qué demo de home, nin que fora o seu fillo”. Dos carcajadas y tres salivazos, era Elena. Un volcán, aunque no era fuego lo que escupía, unido a un iceberg. No sé si es que el volcán fué incapaz de derretir al iceberg, o es que Jesús meditaba tanto antes de consumar la unión que cuando lo intentaba Elena ya estaba dormida, pero el caso es que nunca tuvieron hijos aunque seguro que ambos lo hubiesen deseado.
Aquel verano, Jesús me llevó a El Viso la carrilana que me había hecho con todo su esmero; cuatro ruedas, asiento, volante y una cuerda para arrastrarla. Desde El Calvario, donde vivían en Vigo, hasta la curva donde estaba el barbero, con la carrilana y Elena en El Mirón. Me imagino que con lo que duraba el viaje a Elena le dió tiempo más que sobrado para inundar aquel viejo coche de línea explicándole a todo el mundo que aquella obra de arte la había hecho Jesús para mí. Supongo también que, mientras tanto, Jesús no apartaría su mirada de la carrilana, midiéndola con la mirada una y otra vez para ver si todo era correcto.
El día que Manuel destrozó el nido, las crías, su cara y la carrilana, estaban de visita en El Viso Boro Barreras y María Elvira. Vivían en nuestro mismo edificio en Vigo, un par de pisos más arriba del nuestro y tenían un par de hijos de nuestra edad. María Elvira era la única que me caía bien de aquella familia, muy amigos de mis padres. Era muy correcta, muy dulce, muy señora. Boro en cambio era una bestia. Así se lo decía el abuelo en cada una de las múltiples discusiones que tenían cuando los Barreras venían a visitarnos o a cenar con otros amigos a casa. “Usted es una bestia, coño, un ignorante y un chulo”. Dictada sentencia se levantaba de la mesa o se iba de la reunión, con gran disgusto de mis padres y abuela. “Oiga Barreras, ya le he dicho que es usted una bestia”, así por sistema cada vez que venían por casa. Como Boro no se inmutaba ante lo que el abuelo le decía y cada vez que volvía insistía en conseguir la irritación del abuelo. Pertenecía a una familia de gran poder económico en Vigo, dueños del astillero más importante de España, conserveros, armadores…
Estaban todos sentados en el cenador que había a la izquierda de la casa. Debían de ser las nueve y pico o más, porque el farol que alumbraba bajo la parra estaba lleno de mariposas nocturnas. “Non collas nunca unha desas volvoretas, levan a morte pintada, son as que vóan pola noite cando canta o moucho”. Joaquina siempre pendiente de avisarme de los múltiples peligros de la noche, meigas, mouchos, Santa Compaña y también las volvoretas.
Debía de ser muy tarde. “Estos niños tendrían que estar ya acostados”. “¿Por qué abuela?, aún es temprano”. “Los niños hablan cuando mean las gallinas”; era Boro Barreras claro. “Las gallinas no hacen pis”. “Pues por eso, lo que tienes que hacer es irte a la cama y no estar en reuniones de las personas mayores”. No sé por qué siempre picaba y le contestaba, porque siempre acababa hiriéndome sin que fuera capaz de entender ni el por qué ni cómo lo hacía. “Salvador, no seas desagradable con el niño”. “A ver cuéntame Suso, ¿te gusta estar aquí, lo pasas mejor que en Vigo?”. Era María Elvira, siempre encantadora, siempre tratando de compensar las chorradas de su marido. “Sí, porque aquí jugamos mucho con El Chaval, y tenemos conejos”. “¿Conejos?, fíjate qué suerte papá tienen conejos”. Siempre que María Elvira trataba de quitar hierro tras una intervención de su marido le llamaba papá. “Y son muy grandes, pero también los tenemos pequeñitos con los ojos cerrados. ¿Quieres verlos?”. “A ver sí, enseñános uno”. El hombre que aún no era hinchó entonces su pecho, más aún tras la humillación anterior, y se metió a por un conejo. El más grande, para que ése vea lo fuerte que soy. “Mira qué grande, se cogen por las orejas. Es un macho”. “Caray qué grande, ¿y es un macho, sí?”. “Sí, sé que es un macho porque tén collóns, mira….” ¿Qué culpa tenía yo de ser un niño grosero, maleducado, que decía palabrotas que no se podían utilizar, si así se lo había oído al señor Lino que era quien me había enseñado todo lo que ya sabía sobre los conejos?. Al separar con la mano las patas traseras del conejo para demostrar que efectivamente era un macho, éste me largó un tremendo arañazo que dejó cuatro surcos de sangre desde el brazo a la muñeca. Lo solté inmediatamente, el conejo se echó a correr entre las piernas de los que aún estaban con la boca abierta ante la grosería que les había soltado, y, para colmo, El Chaval se tiró a por él. “¿Serás cabrón?, espera que te cache que se te va a quitar lo de macho para siempre. Hacerle ésto al niño delante de mí, hay que tener pelotas”. Todo ésto con grandes voces mientras, con el rabo en movimiento, se metía a la carrera entre las piernas de unos y otros, tirando sillas, el mantel de la mesa donde estaban las empanadas y armando la de dios a la caza del conejo, que por cierto acabó escapando finca arriba hacia el monte.
Aquella noche, también castigados a la cama sin cenar, fué más larga que cualquier otra en El Viso. Dolían los arañazos del conejo, escocía el alcohol con el que se habían desinfectado, y dolían la visión de las crías esmagadas por la tarde, y la injusticia de no entender que no se pudiera explicar cómo se diferenciaba al macho de la hembra, ni el que hubiesen atado a El Chaval por salir en mi defensa. Además, Boro Barreras era una bestia ignorante, los niños sí pueden hablar porque las gallinas sí mean, aunque eso lo aprendiese unos años después.
El abuelo era un artista, aunque trabajase como Administrador de Correos para la provincia de Pontevedra. Le gustaba la música, clásica, tocaba el acordeón, y pintaba, sobre todo pintaba. Al Viso se había llevado la paleta, los pinceles, la caja de pinturas, los lienzos y el caballete, y en la sala de abajo, al lado de la chimenea se pasaba horas dibujando los alrededores con La Peneda siempre al fondo. Tenía cantidad de fascinantes tubos de metal de los que al apretar salían todo tipo de colores. No le gustaba que le distrajesen mientras pintaba, por lo que me sentaba detrás de él, al lado de la caja de pinturas contemplando intrigado cómo de aquellos pequeños cacharros de plomo podían salir viscosos chorros de tan diferentes colores. Era sumamente atrayente todo aquéllo, poder mezclar los ocres en la paleta, utilizar distintos tipos de pincel y, sobre todo, llevar al lienzo lo que tu cabeza diseñaba.
Aquella mañana se habían ido todos a la playa. En la casa nos habíamos quedado la abuela María, abuela paterna, para quien era una indecencia el que la gente se quitase la ropa para bañarse en el mar, Estrella, haciendo la comida y yo. “Ya irás a la playa cuando te pongas bien. Te quedas con la abuela María que te va a contar unos cuentos, mientras Estrella te prepara un pollito tomatero. Tienes que comértelo todo, para coger fuerzas y poder venir a la playa con todos”. Esa era la única solución de entonces para el foco tuberculoso que unos meses antes me habían detectado en el pulmón izquierdo. “Es un ganglio, verdad. Mucho reposo, nada de sol ni ejercicio, verdad. Y desde luego la playa ni pisarla. El aire del mar es malo para el cuadro tuberculoso, verdad. Le vendría bien el aire de montaña, mucho más seco, verdad. Dentro de tres meses le hacemos otras placas, verdad. Bueno, a curarse rico”. El mago del diagnóstico, y sobre todo del tratamiento, era Humberto Eiriz, el yerno de Doña Enriqueta la esposa del dueño de la Librería Tetilla, libros de culto y objetos religiosos, a quien por similitud fonética Manolo Sas llamaba Doña Senitos. Humberto era como la librería de su suegra, melifluo en el aspecto y en el hablar. Cada frase acababa siempre en un “verdad”, arrastrado y acentuado al estilo del más puro castellano, que no era una pregunta sino una afirmación que a sí mismo se hacía ante lo que acabara de decir. Es probable que su falta de personalidad fuese debida a la tremenda dominación a la que tanto él como su suegro estaban sometidos por Doña Enriqueta. “Buenos días Don Simeón, recomiéndeme un cuento para el niño”. “Hooola, buenos días, señora; ¿qué tal rico?, ¿cóoomo estás hoy?, ya tienes mejor aspeeecto. Mira te vas a llevar los Cueeentos de Grimm, ya veeerás como te gustan”. “¡Simeón, esas no son lecturas para el niño!. Dale el Kempis!”. Baja, bajísima; gorda, o más bien grasienta; con una enorme nariz ganchuda que acababa en un bigote de largos, aunque no densos, pelos negros, y, lo más destacado, unos enormes pechos de matrona que llenaban de arrugas sus chaquetas de lana siempre gris oscuro, y que hacían pensar en que Manolo Sas era injusto llamándole Doña Senitos. Tendría que ser Doña Tetazas, la señora de Tetilla. Doña Enriqueta fué, sin saberlo, mi primera profesora de religión, ya que acabé sabiéndome El Kempis de memoria. Qué coñazo.
La abuela María no estaba para cuentos, ni yo tampoco. Tenía muchas vidas de santos pendientes de leer, y la mañana, azul resplandeciente de verano invitaba más a encerrarse en su habitación con la lectura que a contarle historias a un niño por más que éste fuese, según ella decía, su nieto preferido. “Estrella, vigile a Susito, que no salga que hace mucho sol, y no le deje hacer tonterías como meter al chucho ese en la casa”. “Quede tranquila Doña María, que ya me quedo yo con él”. “Mira Susiño, quédate ahí jugando con los soldaditos mientras yo acabo de arreglar la casa. Luego te preparo un tomatero”.
No fué mi culpa el que el día estuviese tan sugestivo para la creación, ni el que no me gustase jugar con los soldaditos de plomo. Me parecía una estupidez inventar guerras que desconocía, librar batallas en las que uno mismo era atacante y defensor. En la sala, La Peneda se dibujaba majestuosa enmarcada por la ventana. Al lado, otra Peneda se dibujaba sobre el lienzo. Eran iguales pero distintas. El abuelo se equivocó, La Peneda no tiene nubes. Y era cierto. El cielo estaba totalmente azul, en él no había ni una sola nube, y mucho menos sobre La Peneda. La tentación era muy fuerte. Qué alegría se va a llevar cuando vuelva y vea que el cuadro es ahora mucho más real.
Con el mismo cuidado que él lo hacía fuí llenando la paleta de azules, que luego mezclé con la espátula hasta conseguir el que me parecía más real. Un toque suave con el pincel, agarrando la muñeca derecha con la otra mano, para que el pulso fuese más firme, y un primer trozo de nube desapareció. Aquello era mágico. Me gustaba mucho más el azul que yo había conseguido que el que había en el resto del cuadro. No se parecían en nada, pero el mío era mucho más real. Poco a poco fueron desapareciendo todas las nubes hasta que La Peneda quedó libre contra el cielo. Incluso mi azul era más bonito que el aquel día lucía.
“Estrella, ¿qué hace Susito”. “Está jugando con los soldaditos Doña María. Está muy tranquilo”. Lo que ni Estrella ni la abuela María sabían es que allí abajo, en la sala, se estaba gestando una auténtica obra de arte. Al cuadro del abuelo le faltaba vida, lo iba viendo con más claridad cada vez. Muy pronto el sol comenzó a alumbrar tras La Peneda. Rayos y rayos amarillos que salían de una cara roja con grandes ojos. Así era el sol en todos los cuentos y así tenía que aparecer en el cuadro para que éste fuese más real. “Los cuadros tienen que ser una representación de la realidad que uno ve o supone, qué coño, no esas estupideces que ahora les da por pintar”. El abuelo sí que era un entendido en pintura y no Boro Barreras que compraba lo que le decían. “Mire Barreras, no voy a perder más tiempo discutiendo con usted. Usted es una bestia, coño. No tiene ni puñetera idea de lo que es el arte. Lo que es abstracto no es real, y lo que no es real no es arte, para cualquiera que no sea una bestia como lo es usted”. “Papá, yo creo que Múgica tiene razón”. Ya estaba María Elvira al quite, mientras Boro se quedaba con las manos entre las rodillas, moviendo las piernas de forma nerviosa, mirándola fijamente con una media sonrisa que a lo mejor no era tal, sino una mueca extraña en la boca que le servía para mantener el cigarrillo largando humo contra su bigote hitleriano, de la época.
El abuelo era un artista, pero al cuadro le faltaba vida. Estaba clarísimo lo que había ganado a medida que La Peneda se fué poblando de pájaros, caballos, vacas, mujeres de pañuelo negro como Joaquina, y, por fin, El Chaval de caza con el señor Lino.
Cuando me separé unos metros para ver bien la perspectiva, como el abuelo hacía, me dí cuenta de un detalle que desde cerca pasaba desapercibido. El abuelo había dibujado el monte muy pequeño, por eso aparecían las figuras que yo había introducido tan apretadas. La Peneda era muy grande, y así había que dibujarla. No había tanto cielo por encima del monte como el abuelo había representado.
La solución era muy fácil. Bastaba con aumentar el tamaño de La Peneda en el cuadro. A lo mejor así me cabían también los lobos que Joaquina me había dicho que había por las laderas.
Aumentar el monte y disminuir el cielo fué fácil. Ya tenía mucha rapidez mezclando colores y pasando el pincel. Hasta ya no tenía por qué agarrar la muñeca. Además, manejar distintos tipos de pinceles era una pérdida de tiempo, con el más gordo bastaba. Sólo había un problema, qué hacer con el sol. El monte se había comido parte de sus rayos y la mitad inferior de la cara.
Al separarme ví rápidamente la solución. Dejar que el monte tapase parte del sol como ocurría al amanecer.
Era una maravilla, el abuelo iba a decir “coño este niño es un artista”. Estaba claro que a partir de ese momento me pasaría horas pintando, tenía que hacer un dibujo de El Chaval sacando a Manuel de la charca, otro del señor Lino…, “Susito, ¿dónde estás?”. Lo primero que pensé al oir que la abuela María bajaba fué el retirar el cuadro del caballete. No quería que nadie lo viese por separado. Tenían que verlo todos juntos cuando volviesen de la playa. Tuve el tiempo justo para poner el lienzo en el sillón al lado de la chimenea. “Voy a ver cómo va la comida, ya deben estar para volver”. Sólo asomó la cabeza y continuó hacia la cocina al verme sentado tan tranquilo. Los brazos del sillón eran ahora de colores, qué raro. Lo entendí al verme las manos llenas de pintura. Mejor que me las limpie porque sino cuando lleguen va a ser menor la sorpresa del cuadro. Del otro lado de la sala había unos grandes cortinones, de terciopelo, que pronto pasaron a alegrar la vista con infinidad de manchones de color, de arriba abajo. ¿Y qué sabía yo que el óleo no salía con agua y jabón?. Cualquier cosa, por sucia que estuviese, no tenía más que pasar a la pileta de al lado de la cocina, en el jardín, y esperar a que Joaquina frotase y frotase bajo el agua, para que cualquier mancha desapareciese.
Los cortinones de colores estaban ahora mucho más bonitos que antes, con aquel rojo iglesia tan triste. Sólo tenía que volver a poner el cuadro en el caballete.
Qué desolación. La Peneda había desaparecido. Del sol no había ni rastro, y mucho menos se veían todas las personas y animales que con tanto cuidado había ido introduciendo sobre la pintura original.
El cuadro sobre el sillón se había convertido en una masa informe de color. La sospecha se hizo realidad, cruel realidad, cuando me llevé las manos atrás y se me quedaron pegadas al pantalón. Con la angustia de ocultar el cuadro cuando bajó la abuela María, me había sentado encima de él en el sillón. El niño que era reaccionó comenzando a llorar desconsolado por la ilusión puesta en la obra ahora desaparecida.
Todavía llorando sentado en la sala entraron los que volvían de la playa. Ninguno supo que el llanto se debía a la pena y no al temor por el castigo ante el descalabro que había organizado. Sillón, cortinones, ropa, manos, la cara en la que las apoyaba mientras lloraba, el suelo en el que me había sentado, todo allí era multicolor, excepto mis sentimientos en aquel momento. .
Fué Estrella quien se la cargó, porque a ella era a quien la abuela María le había encomendado mi cuidado.
No volví a pintar hasta dos años más tarde, cuando decidí retocar un dibujo que Pepe, el hijo de la tía Tula, me había hecho a pastel. El dibujo era perfecto, eso decían todos. Me había plasmado tal y como era. Para mi gusto, en cambio, le faltaba color, por lo que una tarde lo saqué del marco en el que estaba y le dí los retoques necesarios. Aquéllo era otra cosa, aunque no lo entendiesen. ¿Qué culpa tenía yo de que Pepe se hubiese muerto poco después de dibujarme?. Yo también lo había sentido, porque le tenía cariño. Pero éso no tenía nada que ver con la interpretación del color. Tampoco tenía la culpa de que no me hubiesen comprado las pinturas necesarias y hubiese tenido que recurrir a lápices de colores. Pepe me había pintado demasiado pálido, con el pelo color paja, y yo no lo tenía así. A lo mejor es que el día estaba gris; o es que yo lo veía todo gris, permanentemente enfermo en cama, en aquella oscura habitación del piso de Vigo. No lo sé, pero el dibujo quedó mucho mejor después de los arreglos que le hice, aunque no lo entendiesen. “Eres un majadero, que no te volvamos a ver con un lápiz de color en la mano”. A lo mejor aquello llevó a la pérdida de un artista, aunque luego aprobase el dibujo artístico por los pelos, ya en el Instituto. El caso es que los dos incidentes me marcaron de tal forma, supongo, que ya nunca volví a pintar, salvo las paredes de la casa del Carmen, en Las Traviesas, recién mudados allí.
El office le había quedado a la mitad al pintor. Nadie me había dicho que los fines de semana no trabajaban. Le había visto tan mal, fatigándose y tosiendo cada vez que se inclinaba a mojar la brocha que creí que no había acabado porque se había puesto enfermo. ¿Qué mejor obra que ayudarle acabando lo que él no había podido?. Lo había aprendido en El Kempis, “los niños virtuosos deben respetar y ayudar a los mayores, como se respeta a la Santa Madre Iglesia”. Además, los botes de pintura, el cubo, las brochas, todo allí en el suelo, a mi alcance, era una tentación. La alegría que se iban a llevar mis padres al volver del cine al ver que ya toda la casa estaba otra vez pintada.
“Pues no quedó tan mal”. Miope como era, sin que aún me lo hubiesen detectado, no podía ver que a partir de un punto el color había dejado de ser uniforme, y que las muchas manos de pintura que había dado se traducían en brochazos sin rumbo a todo lo largo de la pared. Tampoco entendí por qué se cabreó el pintor, cuando lo único que había pretendido era ayudarle. Además debió de advertirme que aquella pintura sólo salía con aguarrás. Ya lo decía El Kempis: “…enseñar al que no sabe”.
En fin, una infancia feliz que ya nunca volverá…