Instituto Santa Irene de Vigo


Recién construído el Instituto

Hace ya tiempo que quería escribir algo sobre mis recuerdos de la infancia y, más concretamente, sobre el Instituto Santa Irene de Vigo donde tuve la suerte de cursar mi Bachillerato y conocer y compartir con una serie de amigos de ambos sexos y diferentes extractos sociales cantidad de vivencias muy distintas a lo que es la vida actual en este país.

Eran los años 50, España estaba prácticamente aislada del mundo por una guerra que, afortunadamente, no vivimos los niños de aquella época y de la que nunca en mis recuerdos fuimos aleccionados en pro o en contra de ninguno de los bandos combatientes. Desde luego no era mi propósito el comenzar así con estos recuerdos, pero el sectarismo actual, la desfachatez, el engaño, la hipocresía, el cinismo y la expoliación a la que nos someten el partido dirigente y sus aliados me obliga a hacerlo. Todo ello argumentado en una Ley sacada de la manga y supuestamente llamada de la Memoria Histórica, cuando los que la promulgaron no solo no vivieron esa historia si no que, además, borraron y tergiversaron de forma interesada la auténtica realidad. 

Nací en Vigo, ciudad bonita donde las haya y auténtico motor industrial de aquella Galicia tan abandonada por el resto del país (quizás porque está situada entre montañas y el mar lo que dificultaba el acceso a ella; prefiero pensar que esa era la razón), en Marzo de 1946. Mi padre era cirujano, muy conocido, no solo por sus cualidades quirúrgicas, sino también porque siempre estaba a disposición de quien le necesitase al margen de las posibilidades económicas del paciente. Comencé mis estudios a los 3-4 años en el Liceo francés Sainte Jeanne d’Arc, donde la mayoría de las profesoras eran francesas y así aprendí francés casi como un primer idioma. No tengo muchos recuerdos de aquella época, salvo algo que se me quedó grabado para siempre. Una mañana, soleada por lo que recuerdo, sentado en medio de la clase llena de niños y niñas, entró una profesora con gran excitación e interrumpiendo a la que nos estaba enseñando, no recuerdo qué, anunció alborozada: “Stalin est mort” (“Ha muerto Stalin”). No sabía qué significaba pero sí recuerdo que la clase se interrumpió y nos dieron el día libre. Años más tarde entendí el por qué de aquel alboroto y regocijo entre las maestras. 

Vivíamos en el centro de Vigo, frente al Teatro García Barbón, y de ahí, cuando tenía cerca de 8 años, más o menos, nos mudamos a la periferia de Vigo, en Las Traviesas, a un chalet recién construido frente al campo de fútbol del Instituto Santa Irene, en la calle del Carmen. Allí comenzaron los años más felices de mi adolescencia. 

Comencé a estudiar en ese Instituto, construido gracias a la donación testamentaria de un marinés de pro, Policarpo Sanz y su esposa Irene de Ceballos. Comenzó su construcción en 1941 y finalizó en 1946, precisamente en marzo de ese año, mes y año en el que casualmente yo nací. 

El que mis padres se hubiesen mudado a la calle del Carmen se debía a que por entonces había comenzado a funcionar el Sanatorio del Carmen, pocos metros más debajo de donde habíamos comenzado a vivir. En ese Sanatorio mi padre iba a ejercer como cirujano a petición de su propietario e íntimo amigo Manuel de Sas, alguien a quien tampoco nunca olvidé. 

En el Santa Irene entré en la clase de los más pequeños donde nos comenzaban a preparar para el Bachillerato. Teníamos dos profesores, la señorita Carsi, seria pero muy interesada en la enseñanza de sus alumnos, y Nolete. Nolete era alto, fuerte, no en vano había sido delantero centro del Celta durante años. También guardo muy buenos recuerdos de él, aunque, serio como era, cuando algún alumno se desmadraba en clase, él, andando por el pasillo central del aula, al sobrepasar al alumno en cuestión, soltaba un sopapo hacia atrás, sin inmutarse. No hacía daño, pero enseñaba al respeto y atención. Por su parte la señorita Carsi tuvo un detalle importante conmigo. Observó que desde las filas del medio del aula no leía o distinguía bien lo que ella escribía en la pizarra, por lo que avisó a mis padres advirtiéndoles de que me revisasen la vista. Así lo hicieron y el Dr. Gómez Naval, oculista muy afable y encantador, me detectó miopía y me recetó las gafas. Mi madre lloraba al saberlo, no sé por qué ya que para mí fue una alegría el llegar a casa con las gafas puestas por vez primera y ver la hierba del jardín, ya a la entrada. Lo recuerdo como si fuese hoy: “Qué bonita es la hierba”, es lo único que dije.

Comenzó el Bachillerato. En primero éramos unos 80 alumnos, de ambos sexos y de todas las condiciones sociales. Las mesas eran de dos y mi compañero de mesa, Montesinos, era hijo de un jefe de estación de Renfe, la pequeña estación de Chapela. Compartíamos los libros y prácticamente todos sacamos el curso sin problemas. Aprendimos mucho, porque los profesores se esforzaban en enseñarnos y nosotros en aprender. Recuerdo al señor Somoza, menudo y afable, que nos explicaba Matemáticas, sin perspectiva de género; al señor Ceruelo que, además de hacer gala de su nacimiento en Melón, un pequeño pueblo de Orense, nos hizo descubrir la importancia del conocimiento de la Geografía e Historia. Conocimos con él, como era el mundo, y cómo había sido la Historia de nuestro país, cuando “nunca se ponía el sol”. Y con él comenzamos a sentirnos orgullosos de ser españoles, aunque el resto de España nos quedase tan lejos. 

Las clases eran mixtas, no había problemas de trato entre ambos sexos, amigos y amigas y juegos o estudios conjuntos. Las hermanas Fraga, muy altas y muy estudiosas, Patricio Sánchez, hijo del profesor de Ciencias, Octavio Real, hijo del director del Banco de España en Vigo; Amarillo, al que así llamábamos por su jersey siempre de ese color. Humilde de familia pero un encanto como persona, así llegó a Jefe de la Policía Municipal de Vigo…, Alfonso García Suárez, Miguel Ángel Vázquez, Carlos Soneira, las hermanas Pedrosa, Chata Gómez, Marisol, Ferreiriña, María Teresa Viñas, Catalán, apodo por el que le conocíamos, de origen muy humilde y buen amigo. La lista sería interminable y no es el objetivo de este texto el describirla con detalle, pero sí el hacer constar que en nuestra infancia y adolescencia las chicas tenían los mismos derechos que los chicos a la hora de estudiar, lo que también se dio en la carrera en la que aproximadamente de los trescientos y pico que acabamos siendo médicos la mitad, más o menos, eran mujeres. 

Entre mis recuerdos del Santa Irene figuran también Chucho, el bedel, con muy mal genio aparente, su esposa Elvira y Esperanza, bedeles cariñosas y encantadoras ambas, y el Señor Míguez, conserje con muy mal genio y el brazo derecho pegado al pecho en flexión de 90º, consecuencia de una herida de la guerra según decían, lo que no le impedía el abrirlo hacia fuera y dar un guantazo cuando alguien no se comportaba. 

Las clases en el Instituto Santa Irene eran siempre interesantes, las duras Matemáticas con el Sr. Rufo o la Física con su hermano, el francés con Don Luis Curiel, el latín con el Sr. Argomaniz, la Literatura con la Srta. Burel, Ciencias con el Sr. Sánchez, o Religión con el Padre Pitillo. Así le llamábamos porque se pasaba la hora de clase con un cigarrillo en la boca; era ya mayor, muy delgado y su obsesión, que nos transmitía, era el Universo. En ningún momento, que yo recuerde, nos hablaba de Religión y sí de las maravillas del Universo, aún desconocido. También eran interesantes las clases de Historia con la Srta. Ambroj, siempre a las 4 de la tarde y estaba obsesionada con la Segunda Guerra Mundial; comenzaba a contarnos cómo los soldados se morían congelados en las trincheras. Una muerte dulce, según decía, ya que el frío les iba amortiguando las sensaciones externas y lentamente morían sin sufrir, eso decía. Mientras tanto, supongo que por los relatos helados, la Srta. Ambroj iba cerrando los ojos según hablaba hasta que se quedaba profundamente dormida. Así un día tras otro.

Y la Srta. Aurora, quien un día me desafió, con su ironía particular de buena persona, a que demostrase que a los 12-13 años había ya leído unos 10.000 libros, el Quijote incluido. O el Padre Carrera, que más que Religión nos enseñaba bondad, la que él tenía.  

No puedo olvidarme tampoco del Sr. Freijeiro, alma clave en el funcionamiento del Instituto. Creo que su labor era más bien administrativa, no daba clase, al menos que yo recuerde, pero hacía que el gran reloj de la torre del Santa Irene funcionase a la perfección marcando con sus campanadas las horas de Las Traviesas. Igualmente recordé toda mi vida al Sr. Posada Curros, distinguido abogado vigués, que en sexto nos explicaba Historia, y mi recuerdo viene motivado, entre otras cosas, porque un día al entrar en su clase se acercó a mí y me dijo: “Usted es la primera Matrícula de Honor de este curso”. ¿Por qué?. Pues porque nos había encargado como trabajo de fin de curso el escribir sobre la obra de Fray Bartolomé de las Casas. Tuvimos tres o cuatro días para hacerlo, y fueron muchas horas leyendo sobre este insigne dominico cuya labor en las recién conquistadas colonias latinoamericanas fue inconmensurable a favor de los derechos humanos de los aborígenes de aquellas tierras. 

En el Santa Irene hacíamos mucho deporte, gimnasia con el Sr. Pereiro, atletismo y fútbol con el Dr. Roberto Ozores, campeón de España de pentatlón y decatlón, de gimnasia deportiva y campeón del mundo de fútbol universitario. Así el Santa Irene tuvo en aquella época un gran equipo de fútbol, en el que tuve la suerte de jugar, del que salieron, entre otros, Zunzunegui (al Real Madrid) y Costas (al Celta y Barcelona). Tiempos inolvidables. 

No todo fue bueno sin embargo, aunque lo que en sus momentos fueron situaciones desagradables se convirtieron con el tiempo en anécdotas que hoy recuerdo con una sonrisa. Por ejemplo, una mañana soleada de invierno, soleada pero fría, cuando antes de las 9 me dirigía desde mi domicilio a clase, atravesando el campo de fútbol, escuché unos pequeños gemidos en el suelo. Me acerqué y ví que era una cría de comadreja sola y desamparada. Sin dudarlo la cogí y me la metí en el bolsillo para que no pasase frío. En mitad de la clase de Matemáticas, con el Sr. Rufo, la cría empezó a emitir chillidos algo más fuertes. Los compañeros empezaron a reírse y el Sr. Rufo que estaba escribiendo en la pizarra se volvió buscando la fuente de aquellos ruidos y sin dudarlo me dijo: “Devesa, coja lo que tiene en el bolsillo y váyase de clase”. Intenté explicarle de qué se trataba pero fue inútil. Salí con la cría a los lavabos, intenté darle agua pero fue imposible. Al final me quedé sin clase y sin cría.

En otra ocasión encontré, también en el campo, una pequeña culebra de cristal. Igualmente la metí en el bolsillo y entré en clase con ella. No pasó mucho tiempo hasta que la culebrilla decidió buscarse otro alojamiento y salió del bolsillo, justo en el momento en el que la profesora, la Srta. Millán creo que era, se estaba dirigiendo a nosotros. Consecuencia inmediata, cara de terror de la profesora y expulsión de clase con la culebrilla. Esta sí me la llevé para casa y vivió allí algún tiempo. 

Y una anécdota inolvidable. Estábamos en 4º ya. Una tarde faltó el profesor que tenía que darnos clase y le substituyó la Srta. Millán, profesora de latín y religiosa frustrada por no haber llegado al noviciado (supongo). Se dedicó aquella hora de clase a hacernos todo tipo de preguntas, la Reválida de 4º estaba al caer. Y en un determinado momento preguntó: «¿Qué significa Nosce te ipsum?». Hubo uno, que no voy a nombrar, que rápidamente respondió: «El Dios que te hizo». No contestó con mala intención, si no convencido, pero a la Srta. Millán le sentó como un tiro y, lo que es aún más curioso, me culpó a mí de aquella respuesta ya que el que había contestado era íntimo amigo mío y según la Srta. Millán yo ejercía muy malas influencias sobre él. Nunca entendí el por qué…

En fin, habría tanto que contar de mis años en el Instituto Santa Irene que daría para un largo libro y no es el objetivo. 

Siempre he recordado con cariño y nostalgia aquellos tiempos del Bachillerato, gracias al Santa Irene y sus profesores llegué a donde llegué, como la mayoría de mis compañeros y compañeras. Y nunca podré olvidar, tampoco, a la Srta. Margarita, profesora de Ciencias Naturales, quien fomentó mi afición por la Biología permitiendo que en las largas vacaciones de verano pudiese ir por las tardes al Laboratorio de Ciencias y utilizase los microscopios que allí había para descubrir nuevos mundos, como el mecanismo de fecundación, entrada del espermatozoide en el oocito, de erizos de mar que previamente habíamos cogido con la propia Profesora Margarita quien también nos enseñó a disecar algas marinas. Y por supuesto siempre recordé al Prof. Anadón, nuestro primer profesor de Ciencias Naturales, con una sabiduría que más tarde valoré como increíble para la época, Director también del Instituto. Por desgracia para todos nosotros pronto obtuvo la Cátedra de Biología en la Universidad de Oviedo y nos dejó huérfanos de su ciencia.  

Quien pudiera volver a aquella época…, Gracias Santa Irene, Gracias Profesores, gracias compañeros.


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