Quito 1971


No puedo recordar bien donde era, ni como había llegado hasta allí. Era julio, vacaciones de verano y mi idea era llegar a las Galápagos tras una parada en Quito. Tenía dos días por delante por lo que decidí recorrer la ciudad. Tan lejos y tan cerca en la historia. Hacía calor, aunque ya atardecía, y la altura se hacía extraña a mis pulmones. La atmósfera no era clara, había como una neblina que con la luz del atardecer hacía que todo adquiriese un carácter distinto a lo que hasta entonces había conocido. Ruido de coches, mezclas de dialectos, andares cansinos, campesinas con ponchos, trajes de colores, olores desconocidos…calles estrechas pendientes de que alguien recogiese lo que otros habían perdido… fue entonces cuando la ví. Podía haber pasado desapercibida porque nada en ella parecía llamar la atención, ¿o sí la llamaba?. De hecho pasé por delante sin detenerme, pero algo me hizo volver atrás y pasar de nuevo frente a ella sin que mi mirada descubriese mi curiosidad. Parecía mirarme, pero no lo hacía, aunque pensándolo bien sí me miraba. Era extraño, como si quisiese decirme “estoy aquí”, sin palabras, sin miradas, como si solo fuese el pensamiento quien hablase en un lenguaje hecho solamente para dos. De nuevo me volví y ahora sí paré frente a ella. Estaba parada, como recostada en una pared a la que no tocaba. Sus ojos miraban al suelo, pero percibía su mirada. Por unos instantes la observé en detalle, con la sensación de que ya había estado mucho antes a mi lado, en mis sueños quizás…podía tener 20 o 21, pero también 16 o 18. Era menuda, de estatura media, pelo negro en melena tan lacia que reflejaba la luz fragmentada, no era delgada, pero tampoco gruesa, aparentaba muy frágil pero también muy fuerte. Sus manos eran finas, como sus tobillos, y cuidadas, aunque sin excesos. Transmitía serenidad, dulzura, pero también determinación, firmeza. Parecía elegante, y no por su vestir, más bien sencillo, sino por sí misma. Era la típica chica que le proporciona elegancia a la ropa, independientemente de marcas y diseños, y no al revés. Seguro que todo le quedaba bien porque la elegancia, el estilo estaba en ella. Parecía triste, pero sus ojos tenían un brillo especial cuando por fin los alzó fijándolos en los míos. Quizás le daba vergüenza el que yo no hablase y solo la mirase… “¿quién eres?”, pensaba, “te conozco… pero no sé de qué…”. Palabras sin voz que encontraron respuesta… “hola” fue su única expresión, pero su voz hacía vibrar todas las cuerdas del cuerpo. Una voz suave, como ella, cantarina, dulce, tímida como ella parecía…”Hola, me llamo Jesús, eres muy guapa…”. Me sentía idiota, pero era lo único que me salía. No quería hablar, solo mirarla, una y otra vez, analizar sus ojos, su cara, su cuerpo… entender qué había en ella que me había hechizado como si fuese una de las meigas de mi tierra. ¿Qué diablos hacía yo en Quito, hechizado en plena calle por una desconocida con la que era incapaz de cruzar palabra?. Solo mirarla y volver otra vez al mismo recorrido para pararme cien mil veces en sus ojos… su mirada era cambiante como la luz, pero siempre sugerente… de ternura, dulzura, cariño, entrega, placer…, ¿qué tenían sus ojos?. Eran negros como su pelo, no muy grandes, algo achinados, distintos como ella lo era. Tampoco sus labios eran grandes, pero estaban perfectamente dibujados y al abrirse para sonreír mostraban una dentadura perfecta, blanca como el marfil. Su piel era ligeramente bronceada, fina y seductora. Parecía india, seguro que lo era, tan bonita y dulce como las que dibujaban en las películas de Disney, pero vestía como europea, blusa y vaqueros que ceñían su cuerpo hecho para el amor…

No recuerdo cómo ni en qué momento, pero empezamos a andar, juntos, me explicaba lo que veíamos, pero yo no atendía…. el roce de su cuerpo me llevaba a otro mundo, más placentero que lo que el conocimiento de Quito me podía proporcionar. Supe de su vida, aunque con reservas, y ella supo de la mía… muy poco tiempo pero ya se había establecido una cómplice confianza entre los dos. Anochecía, quién sabe cuánto habíamos caminado, cuánto habíamos hablado, cuánto nos habíamos conocido… la invité a cenar, no quería que desapareciese, la quería permanentemente a mi lado, aunque estaba ya casado pero no enamorado… El lugar era tranquilo, sin muchos lujos, pero la luz era suave el ambiente tranquilo. Mientras esperábamos cogí su mano sobre la mesa… sin palabras nos miramos, y el suave apretón habló por los dos. Con la punta de mi índice recorrí las venas de su mano y acaricié su muñeca… el tacto era de lo más placentero, porque todo en ella era suavidad, dulzura. Acabamos de cenar y quise acompañarla a su casa, pero me insistió en que no lo hiciese. Quedamos en vernos al día siguiente, en la entrada de la Catedral Metropolitana de Quito. Así fue y durante todo el día paseamos por el Centro Histórico de la ciudad. Era una experta en arte e historia. Me explicó que la Catedral se había construido por iniciativa española en 1562 aunque tardó muchos años en ser finalizada. Era impresionante, como todo el Centro histórico de Quito, cargado de monumentos, parques, todo precioso y perfectamente cuidado y conservado. Me dijo que había varias Universidades, públicas y privadas y un Antiguo Hospital de San Juan de Dios, construido en 1565. Todo una auténtica maravilla que vale la pena conocer, producto de la colonización española (que desdecía lo que muchos años después se predicó contra España en toda Hispanoamérica). Pero hablando mientras paseábamos y conocía anocheció y ahí se produjo la despedida. Ya no me dejó invitarla a cenar ni acompañarla a su casa, al día siguiente tenía clase en la Universidad y yo partía hacia las islas Galápagos. La despedida fue triste, ambos sabíamos que no nos volveríamos a ver, pero dulce y cariñosa. 

Al día siguiente bajé hacia la costa para ir a las islas dos o tres días, pero según descendía desde Quito, en un autobús más que centenario, la situación iba cambiando. Pero mientras malviajaba en aquel destartalado autobús no podía dejar de pensar en quién era aquella encantadora joven de la que ya nunca volvería a saber. Estudiante universitaria, seguro, aunque desconocía prácticamente todo sobre ella. No era vulgar, no era una chica de la calle, pero ¿por qué no me había dado más datos acerca de dónde y cómo vivía?. ¿A qué se dedicaban sus padres?. Quizás había guardado silencio sobre todo ello porque era consciente de que yo estaba casado, vivía y trabajaba en España y nunca nos volveríamos a ver. No lo sé, ni nunca podré saberlo.

Mientras descendía hacia la costa el paisaje se tornaba más y más espectacular, fauna y flora nunca antes vistas antes, pero los pueblos indígenas vivían como siglos atrás, nada que ver con lo que había sido el día anterior. Pero todo eso es ya otra historia, aunque muy diferente de la que recordé de mi encuentro en Quito muchos años después…


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