«Les felicito, han estado ustedes muy acertados en el diagnóstico; unas horas más tarde y el cuadro habría finalizado con una peritonitis fatal.» «¿Son ustedes estudiantes de Medicina?.» «Solo yo lo soy Profesor, estoy en 4º, ellos estudian Farmacia.» Efectivamente estaba en cuarto curso de la carrera, curso en el que entonces, año 1967, se estudiaba el primer año de Patología Quirúrgica, precisamente con el Profesor Puente Domínguez, el que se estaba dirigiendo a nosotros, uno de los más brillantes Profesores de la Facultad, y uno de los mejores cirujanos de Galicia. También uno de los que con menor edad había alcanzado la Cátedra, a los 29 años, primero de Anatomía en Salamanca y posteriormente de Cirugía en Santiago. Cuñado de mi jefe en el Laboratorio de Fisiología, el Profesor Ramón Domínguez, igualmente brillante e igualmente precoz en la obtención de su cátedra.
«¿Cómo se les ocurrió que era una apendicitis aguda?.» «Comenzó con un fuerte dolor en el abdomen, vómitos, fiebre…; la Señora Adelina dijo que era una infección intestinal y le preparó un consomé, que no quiso tomar, y entonces le aplicó unas toallas calientes sobre el abdomen. Una hora después, aproximadamente, el dolor era insoportable y el vientre duro como una tabla, por eso pensé en la apendicitis y decidimos traerlo a Urgencias en La Rosaleda.» «Lo de las toallas calientes fue un grave error, que usted como alumno de Medicina debiera conocer, lo único que consiguen en este caso es facilitar la proliferación bacteriana; debieran haber hecho justo lo contrario, aplicar hielo sobre la zona.» «Sí, profesor, pero quien manda allí es la Señora Adelina. Por eso decidimos traerlo con urgencia.» «Bueno, todo ha ido bien. En unos días se recuperará.»
Mal sabía el Profesor Puente que, aunque matriculado, no iba a clase. Mis supuestos conocimientos diagnósticos, en este primer caso que como alumno de Medicina había afrontado, procedían del recuerdo de cuando a los cinco años yo mismo padecí apendicitis. Un recuerdo que los años no habían borrado, y siguen sin hacerlo. Estaba fatal, en la cama de mis padres, en la habitación del fondo del piso en el que entonces vivíamos en Vigo, en la calle Reconquista. El dolor era insoportable, y a mi alrededor una serie de médicos compañeros y amigos de mi padre analizando la situación. Era el año 1951, los antibióticos eran escasos, si los había, las anestesias eran a base de éter o cloroformo, y mi padre, cirujano de prestigio, se enfrentaba a una situación complicada, no en balde era acerca del mayor de sus hijos sobre el que tenía que tomar una decisión y rápida. Allí estaban Manolo Sas, otorrino, Jaime Lombardero, ginecólogo, el Doctor Pazo, anestesista, y otro cirujano, ayudante de mi padre, cuyo nombre no recuerdo. «Es apendicitis, sin duda, y era previsible que apareciese tras haberle operado hace un mes de las amígdalas». Mi padre no tenía dudas, tampoco los que le acompañaban. El problema era ¿quién le va a operar?. Difícil decisión para un padre, la de operar a su propio hijo y máxime en aquellas circunstancias.
No transcurrió mucho tiempo cuando me ví ya sobre la mesa del quirófano en el Sanatorio Nuestra Señora del Carmen, donde mi padre operaba habitualmente. Un mes atrás había estado también allí, en circunstancias distintas. En aquella ocasión era Manolo Sas el que me iba a extirpar las amígdalas. Para ello me engañaron; tras atarme a una silla de quirófano, el Doctor Pazo, joven y amigable, me había colocado una máscara con un sabor infernal, éter, diciéndome que a través de ella iba a ver una película de Walt Disney. Piqué como el niño que era. Tras despertar me subieron al Balilla (Fiat de aquella época; supongo que lo de Balilla venía porque era rápido como una bala…) y en él llegamos a El Viso, donde pasábamos el verano en la casa del indiano. Directamente a la cama, con un dolor de garganta insufrible y vómitos de sangre que se amortiguaban con helados.
Un mes después la situación se repetía, pero ya no me engañaban. El Doctor Pazo era joven y fuerte, pero sin ayuda fue incapaz de atarme a la mesa del quirófano. Luché todo cuanto puede hacerlo un niño de cinco años, pero eran cuatro y no tenía ninguna posibilidad de escapar. La mascarilla otra vez agobiándome hasta que el conocimiento se fue. Desperté en una habitación del Sanatorio, rodeado por mis padres, abuelos, médicos…. «Tengo hambre». «No puedes comer nada hasta mañana (eran las siete de la tarde, más o menos), vomitarías y sería peligroso». Era mi padre quien me hablaba, el mismo que me había operado, pese a que, según me enteré tiempo después, otros cirujanos se habían ofrecido a hacerlo temerosos de que la responsabilidad le jugase una mala pasada. Pero lo hizo y todo salió bien.
Aquella mañana de 1967 me encontraba ante una situación como la que yo mismo había vivido. ¿Cómo no reconocerla, máxime cuando mi propio padre me había explicado muchas veces después cómo había ocurrido todo?. Uno de mis compañeros de pensión, en la casa de la Señora Adelina, se había despertado con los mismos síntomas. Lo ví claro, pero la Señora Adelina era dominante, aunque aparentase todo lo contrario. De hecho era quien llevaba todas las riendas en aquella pensión, dos pisos, derecha e izquierda, en el edificio recién acabado al final de Montero Ríos. Ella y su marido habían emigrado a Venezuela y con sus ahorros habían comprado aquel quinto piso completo, para destinarlo a alojamiento de estudiantes. Curiosamente era muy liberal para la época, pues allí convivíamos estudiantes de ambos sexos (aunque igual el liberalismo era de carácter económico). Su marido era un bendito, un auténtico pedazo de pan, pero ella mandaba, sutilmente y como pidiendo, en absolutamente todo. Siempre espiando las conversaciones, o apareciendo tras una puerta entreabierta en la noche… ¿Quién se podía oponer a ella?. Si lo que aquel estudiante de Farmacia tenía era una indigestión o algo que le había sentado mal, nada mejor que un caldo limpio y unas toallas calientes para recuperarlo. Por eso tuvimos que sacarlo a escondidas y llevarlo con urgencia a La Rosaleda. Era una apendicitis, aunque el diagnóstico no procediese de las clases del Profesor Puente.
La Señora Adelina nunca nos perdonó el haberla dejado en evidencia. Ninguno de los cuatro que habíamos participado en aquella situación, incluído el paciente, un chico de Palencia, fue admitido en su pensión en el curso siguiente. Las razones fueron simples…. «es que como no habíais reservado plaza, ya no tengo sitio.» Cada uno se buscó la vida como pudo y yo concretamente pasé de vivir con la Señora Adelina (en el buen sentido de la palabra, otro no cabría) a hacerlo con Doña Pastora (también en el buen sentido). De Montero Ríos a la Plaza de Galicia, cuando aún estaba el edificio de Castromil. El cambio era para mejorar, pero esa es otra historia.
Quizás lo del diagnóstico y tratamiento equivocado no fue, para ser justos, la única razón del cambio de alojamiento. La verdad es que la Señora Adelina, no su marido, tenía razones más que sobradas para estar harta de nosotros. La vida era juerga, durante la noche (y trabajo durante el día). Rara era la noche en la que no había algún incidente, sin importancia por lo general, pero incidentes que alteraban la paciencia de aquella señora que en vez de dedicar sus ahorros al alojamiento de estudiantes debiera haber montado una agencia de detectives o trabajar para los servicios secretos. Su afán de espiar absolutamente todo la carcomía por dentro. Así descubrió que una noche, tras volver a las tantas algo «alterado» me había bebido un tintero. Probablemente solo fueron unos sorbos, porque sabía a rayos y quemaba la boca, pero lo suficiente como para ennegrecer las ropas de la cama. ¿Qué podía haber hecho si no?. A las 5 o 6 de la mañana me había despertado con una sed insoportable. Sin levantarme y a oscuras extendí el brazo y cogí lo que en mi semiinconsciencia interpreté que era un vaso de agua…, pero no, no era agua; era un tintero en el que cargaba las plumas que entonces se utilizaban para escribir. Tampoco lo olvidaré; creí que me moría abrasado. La lengua quemada, la garganta ardiendo…. A la mañana siguiente había quedado para comer con mi abuelo que desde Vigo venía a Santiago a hacerse una revisión médica. A la hora en punto estaba en el Compostela. No podía hablar, no podía tragar. Mi abuelo me preguntó qué me pasaba. Se lo conté y se rió, menos mal. Durante días tuve la lengua negra como la noche, y a la Señora Adelina más vigilante que nunca… Por supuesto el tintero salió de la mesilla de noche y nunca volvió a estar allí. Pasados los años me entra la duda acerca de cómo habría llegado aquel tintero a ese lugar que no le correspondía. ¿Sería un sabotaje?…, no lo creo pero ya nunca podré saberlo.
En fin, la experiencia es la madre de la ciencia. El Profesor Puente fue un fantástico Profesor, a quien recuerdo con cariño, respeto y admiración, pero mi primer diagnóstico médico lo realicé gracias a la experiencia vivida a los cinco años y las explicaciones que posteriormente mi padre me dio.
Por cierto, nunca volví a escribir a pluma…., y nunca volví a ver a aquellos compañeros de pensión.
Son recuerdos que conservo, máxime tras haber encontrado el escrito antes expuesto en un viejo disco duro externo. No recuerdo cuándo lo escribí, probablemente tuvo que ser en los 70, tras acabar la carrera, no me parece factible otra fecha. Por cierto, el Dr. Puente siempre se refería a mí, ya en 6º de carrera como el «Devesa malo», malo en el sentido de que ni iba a clase o lo hacía muy poco y solo estudiaba al final del curso. Y lo de malo también era porque el segundo de mis hermanos, compañero de carrera, era el “Devesa bueno” y realmente lo era como alumno y lo fue después como brillante cirujano. Pero de todas formas llegué a Catedrático de Fisiología, lo que realmente me interesaba, y alcancé fama y reconocimiento mundial, aunque esto último nunca me importó.
Jesús Devesa