Por qué dejé la pesca submarina.


Siempre me encantó el mar. Durante mi infancia y adolescencia todos los veranos acudíamos a la playa de Samil, la Punta, en el extremo Este de esta fantástica playa de Vigo. En aquella época no había restaurantes, ni hoteles, era todo natural, casi salvaje, nada que ver con lo que hoy es aunque hace ya tiempo que no paso por allí.

A los 14 años, en junio, mis padres me enviaron a pasar el verano en Francia, en un Liceo, Lycée Français de Pau, siguiendo los pasos de mi abuelo quien también en su infancia había estudiado en Avignon. No voy a hablar de mi etapa en el Liceo Francés, a veces muy desagradable, sobre todo para los españoles que allí estábamos. Nos veían, supongo, como una prolongación del nazismo, aunque nada más lejos de la realidad. Sí recuerdo, con cariño, a los cinco compañeros de habitación, cada uno de un país distinto. Un inglés, Bryan, de unos 22 años, un auténtico cachondo mental; un noruego, de unos 40 años, serio, hermético y con poca facilidad para el idioma y las relaciones; un norteamericano, John, de Boston, de 23-24 años y un alemán Jürgen, de 28 años con el que entablé una muy buena relación que prosiguió después a través del correo. ¿El motivo?, nuestra común afición a los sellos que durante años intercambiamos. En el Liceo éramos muchos, de todos los países y ambos sexos, hasta el punto de que podíamos jugar, por ejemplo, partidos de fútbol Europa contra Resto del mundo. Partidos que jugué y que siempre ganamos. Pero también había situaciones desagradables, no solo por el trato que recibíamos de los profesores franceses los alumnos españoles, también los portugueses, si no por hechos que se daban en la calle o bares, hechos que entonces no entendía. Por ejemplo, recuerdo que tres o cuatro españoles de ambos sexos entramos una tarde en una especie de bar a tomar un refresco y al oírnos hablar español un grupo que allí se encontraba, hombres de treinta y tantos-cuarenta años, empezaron a insultarnos despectivamente en nuestro idioma. Pasados los años entendí, recordando aquello, que posiblemente eran exiliados republicanos de la guerra española que nos despreciaban por venir de la España que ellos habían tenido que dejar. De hecho, en el Liceo, un dia nos llevaron de excursión a los Pirineos y la maestra que dirigía nos mostró una especie de desfiladero por el que, según ella, habían alcanzado Francia miles de exiliados españoles durante y tras la guerra. Todo ello, en francés, en un tono de lo más despreciativo, pese a que en la excursión estábamos cientos de alumnos del Liceo de todas las nacionalidades, edades y sexos. En fin, inevitablemente no puedo tener buenos recuerdos de aquella estancia, más aún si se considera que solo tenía 14 años y no entendía el por qué del desprecio hacia nosotros.

En fin, dejemos el Liceo y vayamos al mar. Cuando íbamos a abandonar Francia mis padres quisieron hacerme un regalo por la estancia y las notas obtenidas, y en Burdeos encontramos una tienda dedicada a productos marinos. Allí me compraron un fusil de pesca submarina, gafas, aletas y respirador, algo que en España todavía no se podía adquirir, creo.

Al llegar a Vigo me fui al agua, en Samil, con mi reluciente fusil dispuesto a hacer pesca submarina. Con las gafas descubrí un mundo apasionante, el que existía bajo el agua, a no muchos metros de la playa y cerca de unas rocas. Las algas que bailaban con suaves ondulaciones, como bailarinas de ballet, y expulsaban millones de huevos para que fuesen fecundados. Peces de todo tipo, pequeños, que nadaban con toda tranquilidad, erizos de mar, medusas, calamares o pequeños pulpos y algo que supongo eran vieiras que, tras expulsar un gran chorro salían disparadas para meterse de nuevo en la arena pocos metros más adelante.

El agua estaba helada, siempre, pero con todo el mundo nuevo que estaba descubriendo no era consciente, hasta que 1 hora o 90 minutos después de haberme metido salía tiritando, con gran preocupación de mi madre y sus amigas que me veían desde el calor de la playa. No había, creo, trajes de neopreno como hoy hay por lo que recurrí a un método muy eficaz para combatir el frío del agua. Me ponía un jersey de mangas largas y en las muñecas unas gomas que inmovilizasen las mangas a ese nivel. Evidentemente por el cuello del jersey se colaba agua al entrar, pero en unos minutos se formaba una capa de agua entre el jersey y el pecho, capa que ya no se intercambiaba con la del exterior y adquiría una temperatura más elevada que permitía resistir más tiempo.

¿Qué pescar?. Pues había de todo, pero las doncellas, preciosas, se escondían entre las rocas y no había forma de alcanzarlas. Los típicos peces de roca no eran valorados para comer…, ¿qué hacer entonces?. Pues estaba claro, pronto descubrí un sitio en el que acostumbraban a nadar entre dos aguas los mújeles, natación lenta y fáciles de alcanzar. Y así empecé a pescar y prácticamente todos los días llevaba a casa unos mújeles de tamaño medio que en casa preparaban y cocinaban, aunque nunca fui capaz de comerlos. No sé por qué, porque sí comía mújeles traídos de la plaza, pero jamás alguno cazado por mí.

Uno de aquellos días me llevé un tremendo susto cuando buceando apareció frente a mí una barracuda de unos 4-5 metros de largo. Seguro que era la misma de la que el Señor Anadón, Catedrático de Ciencias Naturales en el Instituto Santa Irene de Vigo, nos había hablado en clase unos días antes. El también la había visto y nos lo había comentado por lo extraño que era el ver a esa especie por allí. La barracuda me miró pero con indiferencia total, dio unas vueltas a unos metros de distancia y se marchó, para mi tranquilidad. Cuando volví a la playa y lo conté nadie me creía, pero así fue en realidad.

En otra ocasión tuve la desgraciada idea de dispararle a una morena que se había asomado por un hueco en unas rocas. Le dí y volví rápidamente a la roca grande de Samil, porque el animal se revolvía de forma brutal intentando atacarme. Al salir del agua, ya en la roca, cuando intenté sacarle el arpón, con varios amigos, me dio un tremendo mordisco en la mano derecha, entre el índice y el pulgar. Comencé a sangrar profusamente y rápidamente un amigo le cortó la cabeza. Todavía hoy, 62 años después, conservo la cicatriz en la mano.

Y un día todo finalizó… Era un día precioso, lleno de luz y color. En el agua, frente a mí, nadaba un gran mújel, el mayor que había visto, con gran tranquilidad y elegancia. Me fui acercando a él y cuando le tuve a tiro disparé. La sensación fue horrible. El arpón le había atravesado por la mitad del cuerpo, el pobre animal giraba y giraba sobre el arpón clavado mientras derramaba cantidad de sangre que con el reflejo del sol y el azul del mar producía un efecto increíble. He matado la vida, he matado la belleza… Estos fueron mis pensamientos y con ellos dejé la pesca submarina. Nunca más volví a pescar, y nunca olvidé ni olvidaré aquel espectáculo de color al que había puesto fin.


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