“Su atensión por favor, Eastern Airlines anunsia la salida de su vuelo 992 con destino a Miami. Pasajeros favor de embarcar puerta 3…; Attention please, Eastern Airlines announces…”.
Mientras el avión calentaba motores antes de entrar en la pista de despegue del aeropuerto, la azafata había dicho que estábamos en un nuevo modelo de avión, un trirreactor Boeing 727, al que por lo silencioso de sus motores de última tecnología habían apodado como el Whisper Jet…
“¿Qué significa?”.
“Susurrante, murmulloso, acariciante como el sonido de las alas de una avispa; pero no era cierto, metidos entre las nubes en plena depresión tropical, aquéllo se zarandeaba haciendo un ruido infernal. No pude evitar el pensar que estábamos sobrevolando el triángulo de las Bermudas, siniestra trampa de desconocido mecanismo diseñada exprofeso para la caza de barcos y aviones. A mi lado, para incrementar la angustia, una colombiana de unos 50 años no hacía más que jugar con las cuentas de un rosario, mientras una y otra vez trataba de animarme a rezar con ella por nuestra salvación.”
Había roto las normas, las de la sociedad en la que vivía y éste era el castigo. El triángulo maldito se cobraría una nueva presa, el orgulloso y falso susurrante acabaría perdiéndose entre las aguas, llevándonos con él al mundo del desconocido cazador que desde quién sabía cuándo se había establecido, al norte del Caribe, entre las islas y el continente, para crear un reino de terror del que todos habían oído hablar pero nadie conocía nada.”
“No entiendo lo que quieres decir”.
“Es sólo una forma de hablar. Hay una zona, delimitada por las Bermudas, al norte, Puerto Rico, al sur, y el continente americano, Miami, al Oeste, en la que cuando los instrumentos de navegación aérea y marítima no eran tan precisos como hoy lo son, como tampoco lo eran aviones y barcos, periódicamente se producían naufragios y desapariciones de aviones sin causa aparente ni huellas que lo aclarasen. Hoy se sabe que es una zona sujeta a grandes oscilaciones de presión que en el aire generan, bruscamente y sin aviso, turbulencias de gran magnitud, mientras que en el mar se puede desencadenar un importante oleaje capaz de llevar a pique a un barco. La zona está marcada por un gran número de naufragios, de causas aparentemente desconocidas. Hasta hace poco se decía que el triángulo de las Bermudas, así llamado por su localización, era un lugar en el que existía algo, entonces de origen desconocido, aunque hoy sabemos que la causa son microcombustiones en la zona que llevan a la formación de nubes hexagonales que producen grandes bombas de aire que se desplazan desde las nubes hasta el mar, con vientos superiores a 250 km/h. Estas alteraciones generan grandes ciclones, responsables de la caída de aviones en la zona, aunque también de la formación de olas de gran tamaño que se tragan a los barcos acabando con ellos en las profundidades, sin ya noticias para siempre. Los ufólogos, llegaron a postular que allí había bases submarinas de extraterrestres, y que eran éstos los culpables de los naufragios y accidentes aéreos.”
“¿No te daba miedo?”.
“Sí, en el momento sí. Por supuesto no pensaba en extraterrestres que quisiesen acabar con nosotros, pero el volar en aquella zona en medio de la tempestad, en la que además nos habíamos metido de golpe, era bastante impresionante. El
avión nada tenía de susurrante, por las ventanillas sólo veías que estabas metido en una capa de algodón en blanco y negro, que te golpeaba a gran velocidad haciendo que el Whisper jet bailase un rock sin sentido. No era nada agradable. Años más tarde le pregunté a un piloto de Iberia que dos veces por semana volaba por aquella zona en Jumbo, acerca del auténtico significado del triángulo de las Bermudas…”
“…era mi primer vuelo como segundo en el 747. El comandante era un tío antipático de unos cincuenta y tantos años que desde que salimos de Madrid se había puesto a leer el ABC sin dirigirnos la palabra a los que estábamos en cabina más que para las cuatro o cinco órdenes imprescindibles. El vuelo estaba siendo muy tranquilo, la noche era clara y despejada, todo iba sin ningún tipo de problemas…; el viejo había dejado el ABC hacía ya rato y aparentaba estar profundamente dormido. Cuando llevábamos unas seis horas de vuelo, sin abrir los ojos y con su desagradable voz nasal, me dijo…’¿cuál es la presión actual en Quito?’. Me quedé sorprendido, porque Quito estaba a miles de kilómetros de nuestra localización en aquel momento, y tampoco era nuestro destino. ‘Le estoy preguntando por la presión en Quito, ¿es que no me ha oído?’. Inmediatamente pedí el dato y se lo dije. ‘¿Y en Nueva York?’. Este tío está loco, pensé, ¿qué coño le importará ahora el conocer las presiones por ahí adelante?. Nada más contestarle me preguntó por la de otro lugar que ya no recuerdo, e inmediatamente, nada más saberla, ordenó que despertásemos al pasaje y diésemos la orden de abrochar los cinturones de seguridad. Pero comandante, está todo tranquilo…, ‘que se pongan los cinturones le estoy diciendo, en diez minutos ésto se va a mover más que un tíovivo’. Efectivamente, diez minutos más tarde el avión caía como 500 metros de golpe, produciendo pánico entre el pasaje, mientras el viejo, tan tranquilo, había vuelto a releer el ABC. Durante unos diez minutos las turbulencias nos movieron caprichosamente, a su gusto, hasta que el comandante, que seguía imperturbable dijo…’ya pueden desabrocharse los que quieran…’. De la misma forma que sabía en qué momento nos las íbamos a encontrar, sabía también cuándo iban a desaparecer.”
“¿Por qué, cómo?, le pregunté.”
“Esa fué también mi pregunta, me respondió el piloto. El viejo sabía que según estuviesen las presiones en aquel momento en las zonas por las que me había preguntado, se podían desencadenar bruscos e importantes cambios barométricos mientras sobrevolábamos el triángulo, como así ocurrió. ‘Son muchos años volando por esta zona…’, sin que su desagradable voz nasal se alterase al decirlo. Ese es todo el misterio del triángulo de las Bermudas, el encontrarse en una zona totalmente dependiente de los juegos de presiones entre el mar y distintos puntos del continente americano.”
Por fin el baile en las nubes acabó, la colombiana dejó el rosario y tuve ya tiempo para pensar qué iba a hacer en Miami.
Félix era un tipo noble, de los de verdad. Había escapado de Cuba, con su familia, para Miami a los pocos años de la toma del poder por Fidel. Con muchas dificultades, económicas y de formación, se vino a Santiago, como otros muchos cubanos, a finales de los 60, a estudiar Medicina. El primer año, sobre todo, había sido especialmente duro para él. La nostalgia de su tierra, la lluvia incesante de la nuestra, el poco dinero que sus padres exiliados, iniciando desde cero una nueva vida a una edad en la que ya casi se debiera poder disfrutar lo antes conseguido, le podían mandar para comer y vivir en pisos húmedos, llenos de moho y faltos de luz, la dificultad de enfrentarse sin base a estudios todavía más áridos por la falta de formación, le tenían en una constante depresión de la que sólo su voluntad por triunfar le permitía salir, aunque no siempre.
“En Medicina había entonces muchos como Félix, cubanos exiliados, puertorriqueños, venezolanos, palestinos, y hasta europeos, noruegos (así conocí a Arthur y Astrid, íntimos amigos desde entonces), que venían a Santiago porque en sus países no podían entrar en la carrera. Para todos se hacía muy difícil el estar aquí. Por aquellas fechas yo estaba en quinto de carrera, llevaba ya dos años metido en Fisiología, y alguien me sugirió que diese clases particulares de Bioquímica y Fisiología a todos aquellos extranjeros que tantas dificultades tenían en esas asignaturas. Fué esa la razón por la que conocí a Félix y otros muchos como él. Llegué a tener más de 150 alumnos, en clases particulares en un piso alquilado, por las que ganaba unas 150.000 pesetas mensuales, una barbaridad para aquella época, aunque se iba muy rápido en coches, ayudas a extranjeros sin dinero. Un desastre. Si hubiera invertido en pisos o terrenos hoy estaría forrado, pero en aquel momento y con mis pocos años la vida era para vivirla…”
“No sé cómo se me ocurrió, pero sí empecé a dar clases con 16 años, al acabar el preuniversitario. Me gustaba y era una forma de ganar un dinero, aunque no lo necesitaba. Fué una experiencia bonita, pese al tiempo de vacaciones que me comía y a los tarugos que tenía. Uno era hijo del delegado de Hacienda en Vigo; a ése le daba clase de sexto en casa, a las nueve de la mañana. Tenía casi mi edad, acababa de cumplir los 16. Al acabar con ese cogía el tranvía a las diez y media en Las Traviesas y me iba a la otra punta de Vigo, a Teis; allí le daba de once a doce a un crío de 13 años. Su madre se desesperaba con él, porque era de la piel del diablo, muy vago. A las doce y media volvía a Las Traviesas a punto para coger el autobús a Samil, donde ya estábais todos. Por la tarde, a las 4 le daba a una venezolana, en Urzáiz; había suspendido todo sexto, con 16 años también. Sus padres debían haber hecho mucho dinero en Venezuela, se notaba en el tamaño del piso y la calidad con la que estaba amueblado”.
El Whisper jet había comenzado ya a descender en busca del aeropuerto de Miami. Ahora sí hacía honor a su apodo, los motores se oían muy suaves en la lejanía, como el murmullo del que hablaba el libreto de propaganda que la azafata de Eastern Airlines nos había dado antes de despegar.
“This is a call for Doctor Jesús Devesa, there is a message for him at the information desk… attention, please, Doctor Jesús Devesa…”(«Esta es una llamada para el Doctor Jesús Devesa, hay un mensaje para él en el mostrador de información»).
Debía ser la quinta o sexta vez que oía, al fondo, esa llamada, pero entre lo abstraído que me había quedado y el que en ningún momento se me había ocurrido que nadie en el aeropuerto de Miami pudiera llamarme por la megafonía, había hecho caso omiso. Sin embargo hacía ya más de una hora que había aterrizado y Félix seguía sin aparecer por lo que igual sí era para mí aquella llamada. Cogí el equipaje y salí zumbando en busca del information desk ese del que hablaban.
“There is a message for me, I am Jesús Devesa…”
“¿Who?”.
“Jesús Devesa…”
“Aah, Hezú Deveza, sí mire le hemo llamado mucha vese, hay un señor que le llama por el teléfono, quédeze por aquí un momentito que ahorita le volverá a llamal…”
La chica del information desk era una cubanita, seguramente emigrada cuando niña, que ya había adquirido el tono y los modos norteamericanos; por éso no me había entendido.
“¿De dónde tú eres?”.
“Español”.
“Aah, español, yo estudié de España en la escuela, los reyes y todo éso, es muy interesante ¿veldá?.”
“Sí es muy interesante…”
Sólo a una cubanita dicharachera, y aburrida como estaba aquélla de información, podía ocurrírsele que era muy interesante la historia de los reyes españoles. Además, ¿de qué reyes hablaba?, ¿godos?, ¿visigodos?, ¿católicos?, ¿católicos y apostólicos?…
“¿E la primera ves que tú viene a Maiami?.”
“Sí, la primera…”
“¿Tiene amigos acá?…”
“Oyeme hermano, ¿dónde tú te habías metido?. Estábamos ya preocupados José Elpidio y yo.»
«Pues estaba esperando en una sala, pero me parece que equivocada, había mucha gente moviéndose de un lado para otro, así me despisté y metí donde no era..»
“Mi sosio, qué susto nos diste…, creímos que te habías perdido…”
La llegada de Félix, con su habitual efusividad, cortó la conversación sin sentido con la jovencita del mostrador. Era mona, y por lo que se veía no debía de hablar con mucha gente a lo largo de su día de trabajo, aunque le gustaba.
“Que le guste Maiami…”. “Gracias, seguro que sí. Léete más cosas sobre los reyes españoles, ya verás como te interesas aún más…”
“Cuando pueda voy a España, tengo familia allá…”
“Te gustará, suerte…”
Miami era extraordinariamente bonito; las autopistas flanqueadas por todo tipo de árboles perfectamente cuidados; las casas de una planta situadas al fondo de un jardín sólo de césped uniformemente verde oscuro, recortado al milímetro, sin una mala hierba, sin rejas que lo ocultasen del exterior.
“¿Qué me cuentas hermano?, ¿qué tal la familia?.”
“Bien, bien, todos muy bien…”
La casa de Félix estaba en una zona ya bastante menos lujosa. Eran casas de madera, pequeñas, más apiladas, construídas para dar alojamiento a los miles de cubanos que habían tenido que dejar su isla, a tan solo unos cien kilómetros frente a ellos, tras la llegada de Fidel al poder. Vivían en lo que ellos llamaban Little Habana, un nombre para el permanente recuerdo de su tierra siempre frente a ellos insinuándose entre la calima, siempre frente a ellos llamándoles para volver. Los cubanos emigrados eran tristes, se les veía tristes. Producía un fuerte impacto el ver como habían tenido que adaptarse, ya con una cierta edad, sin conseguirlo, a un país que no era el suyo, en el que se hablaba una lengua que no era la suya y que no entendían, y en el que las profesiones que en su tierra habían ejercido no eran reconocidas en el país de adopción. Por eso eran tristes, se les veía tristes, con la nostalgia y la sensación de un tiempo perdido, de una vida perdida, cargada sobre sus espaldas. Para ellos ya no había esperanza de futuro, cada día que pasaba les alejaba más de la posibilidad de volver al lugar de donde eran, frente a ellos tan cerca y tan lejos, y a ser lo que habían sido. Así eran los mayores, como el padre de José Elpidio, médico en Cuba, que a sus cincuenta años había conseguido trabajar como cortacéspedes en Miami. Por éso se le veía tan triste, por éso me abrazó tan emocionado, sin conocerme, cuando Félix me llevó a su casa antes de ir a la suya. José Elpidio, como Félix, también había venido a estudiar Medicina a Santiago; también, como Félix, había acudido a mis clases particulares de Bioquímica, y también, al igual que Félix, había conseguido aprobar la asignatura más dura de primero, cuando al empezar el curso creían que aquello iba a ser un esfuerzo imposible; por éso, Félix, José Elpidio y otros muchos como ellos me llamaban hermano, aunque no lo era… Por éso el padre de José Elpidio, como el de Félix, me había abrazado con tanto cariño, sin conocerme. El futuro que ellos ya no tenían lo querían para sus hijos; por éso no se quejaban del duro cambio en sus vidas, trabajaban de lo que fuese y como fuese para que Félix, José Elpidio y tantos otros, pudiesen llegar a ser lo que ellos habían sido pero ya no eran. Por éso ocultaban su tristeza, aunque se les veía tristes.
“Lo siento, no sé cómo se me ocurrió meterlas ahí.”
“No se preocupe, se agradese el detalle, no tenía por qué haserlo, para nosotros es un honor el tenerle aquí. Por la ropa tampoco se preocupe, ahorita yo se la lavo y queda como nueva…”
Me lo temí al abrir la maleta ya en casa de Félix. El olor a vino era infernal. Las botellas de Burdeos que había comprado en el aeropuerto para el padre de Félix se habían roto en el viaje, desparramándose alegremente por entre la ropa. Se veía que era buen vino, porque había teñido de tinto todo lo que llevaba…
“Pero, si las compraste en el aeropuerto, ¿no te habían dado una bolsa para llevarlas?.”
“Claro, pero por no andar cargando decidí meterla en la maleta antes de facturar. Un desastre. Ni regalo, ni ropa.”
La casa de Félix era un poco mejor que la de los padres de José Elpidio, quizás porque trabajaban los dos, padre y madre. De todas formas sólo tenían dos dormitorios, uno para Félix y su hermano Oswaldo, y el de los padres. Me quedé fastidiado cuando ví que para poder alojarme habían mandado a Oswaldo a casa de unos parientes, y que Félix pasaba al dormitorio de sus padres, con ellos. La habitación era pequeña, y para combatir el tremendo calor, húmedo y bochornoso, típico de Florida, sólo había en toda la casa un pequeño ventilador que ya habían puesto en la que iba a ser mi habitación durante esos días. Todos esos pequeños detalles me hicieron ver lo que para aquella gente, buena gente, representaba el que hubiese aceptado la invitación de Félix para visitarles en agosto. No entendía el por qué y me abrumaba, aunque para ellos fuese un profesor universitario, profesor que además lo había sido de su hijo, yo no me sentía así. Estaba allí para visitar a un amigo, poco más joven que yo, eso era todo aunque aquella gente no lo viese así.
La casa de Normita era ya otra cosa. Estaba en una zona residencial, era grande, de una planta, toda acristalada para poder ver el césped y acceder al jardín desde prácticamente cualquier punto del interior. Era lógico, porque los padres de Normita, aunque también exiliados cubanos, se habían metido en negocios al poco tiempo de haber llegado a Miami y les había ido muy bien. Se notaba.
“Vamos a visitar a mi prometida y a mis suegros…”
Esa era la obsesión de Félix nada más dejar la maleta, con el vino que la había regado, en casa de sus padres. Normita era su novia, de toda la vida; un noviazgo comenzado cuando niños, todavía en Cuba, en Pinar del Río, el valle del tabaco, que no se había interrumpido por el exilio, y que había continuado cuando Félix se vino a estudiar Medicina. Se escribían todos los días, o casi, y ahora Félix quería casarse para que al comenzar el nuevo curso en Santiago, Normita estuviera ya con él.
“¿Y qué piensa haser en Miami caballero?, ¿va a permaneser muchos días por acá?.”
“Pues estaré una semana, más o menos, después subiré hasta Washington a visitar a Miky. En estos días aquí aprovecharé para conocer los Everglades, Miami Beach, el delfinario, en fin todo lo que pueda; quiero ir también a Disneyworld y a Cabo Cañaveral…”
“Pero todo éso está muy lejos, hay que ir en carro…”
“Voy a alquilar uno, el padre de Félix me ofreció el suyo pero lo necesita para trabajar…”
“Pero usted sólo no puede ir. No conose ésto. Las highways son peligrosas, más para el que no conose la forma de manejar de acá y los carros de acá. Son grandes y automáticos, no como los que tienen en su país…”
“No se preocupe suegro, voy a manejar yo. Yo voy a ir con él.”
“Usted no puede ir a ninguna parte joven, está usted a una semana de su boda…”
Los padres de Normita eran autoritarios y estirados. El pobre Félix no sabía qué hacer. Al final llegó a un acuerdo con ellos, me acompañaría a los Everglades y luego yo me iría por mi cuenta a ver el resto, aunque no le gustaba dejarme sólo; era su invitado y amigo, y no conocía aquel país…
Everglades…, todo pantanos, siempre pantanoso…; habíamos salido temprano de Miami. Félix conducía el Ford LTD que había alquilado por una semana. Era el primer parque natural que iba a visitar en mi vida, había leído mucho acerca de los Everglades pero no podía imaginarme que fuesen así. La entrada al parque era muy frondosa, al fondo girando a la derecha había como una especie de cabaña de madera en la que hacían guardia dos forestales, típicos scouts. Blusa y pantalón corto en beige, medias blancas hasta la rodilla, botas de cuero y sombrero de ala del mismo color. Al lado de la cabaña, otra construcción mayor, también de madera y muy acristalada, en la que se vendían postales, sellos, recuerdos, y comidas y bebidas para el día…
Una vez pagada la entrada, como diez dólares cada uno, nos llevaron en jeep hasta el siguiente puesto forestal, unos kilómetros adentro, ya en el parque. Enseguida todo vestigio de civilización fué desapareciendo, los grandes árboles se iban haciendo más y más escasos a medida que el terreno, a ambos lados de la pista, se convertía en agua oculta por inmensas selvas de hierbas acuáticas de unos 50-70 cms. de alto. Era imposible adivinar qué podía haber debajo, caimanes (el típico alligator de Florida), tortugas prehistóricas, peces…
En el puesto forestal alquilamos una especie de moto acuática que permitía navegar entre los hierbajos, y allí nos fuímos solos a la aventura. Félix no conocía los Everglades y no podía evitar el sentir miedo cuando empezamos a meternos por aquel mundo desconocido. El guarda nos había advertido que era fácil perderse entre aquellas ciénagas, que nos orientásemos siempre en dirección Sureste, siguiendo las torretas de observación y control de incendios y visitantes. Así llegaríamos hasta un embarcadero donde, si queríamos, podríamos alquilar una lancha para seguir la visita por el río, o coger un jeep de vuelta a la entrada donde habíamos dejado el coche. Nos advirtió también de la prohibición de bajarse de la moto excepto en tierra firme, del peligro de los caimanes que podían aparecer de entre las hierbas sin que nos enterásemos, o de las tortugas que podían arrancar una mano de un mordisco…, y prohibido hacer cualquier tipo de fuego, pese a que el terreno es pantanoso la parte aérea de las hierbas es extraordinariamente combustible…
“Pero chico no la toque…, el guarda dijo que podía ser peligrosa…”
La tentación era muy fuerte, nunca había visto una tortuga así. La nariz era como una especie de trompeta desde cuya base dos ojos lánguidos nos miraban con la misma extrañeza con la que nosotros la mirábamos a ella. ¿Cómo no la iba a tocar?, flotando entre hierbajos estaba como hipnotizada, con la cabeza de extraterrestre dejándose llevar por el movimiento sin fuerza ni dirección del agua que nacía en el subsuelo, pero siempre apuntando hacia nosotros. Era increíble, jamás hubiera podido imaginarme un animal así. De extraña y fea que era resultaba curiosamente bonita. Tras hacerle un par de fotos rápidas en su medio la cogí por la concha sin que hiciese el más mínimo movimiento indicativo de que se había asustado. En mis manos sus ojos se abrían y cerraban a largos intervalos marcados por lo laborioso que le resultaba mover los párpados, lenta como una tortuga…, realmente curiosa, jamás había visto un animal así, aunque sí es cierto que su boca o pico, más bien, podía con facilidad partirte un dedo o la mano de un mordisco. Supongo que de animales como aquél llegaron a España, años más tarde, las típicas tortuguitas de Florida, aunque por la diferencia climática aquí nunca llegaron a alcanzar el tamaño de las que en los Everglades había.
La tortuga debía de medir unos treinta centímetros, más o menos. Lo que más me llamaba la atención era el pensar que aquel animal, como casi todo lo que había en los Everglades debía de haber aparecido en aquel lugar millones de años atrás, sin prácticamente haber evolucionado en todo ese tiempo. Los Everglades eran como una isla inaccesible hasta que llegó el hombre con motos como la que utilizábamos que permitían moverse entre las aguas ocultas de aquellos pantanos.
El calor, con la gran humedad del ambiente era sofocante; estábamos a unos cuarenta grados, difíciles de soportar pero había que aprovechar el día. Descansamos para comer en una pequeña isla, cubierta por árboles de todo tipo de forma y tamaño. En un tronco, a unos cinco metros del suelo, un saltamontes gigante, como de quince centímetros de largo, disfrutaba montado sobre una hembra que casi le doblaba en longitud. También les fotografié, nunca había visto algo así y nunca lo volví a ver después. En la misma isla, una araña, parecida por tamaño y su aspecto peludo a un bruño, de esos que se comen como centollas en Carril, en A Galloufa, había tendido una gran red de seda entre dos árboles; inmóvil pensadora permanecía a la espera de que algún pequeño pájaro quedase prendido en ella y así tener comida para unos días…
“Qué asco…”
“No, qué curioso. Esperé un rato para ver si la trampa funcionaba y como lo hacía…, pero Félix, más de ciudad pese a haber nacido en el campo, estaba ya angustiado ante todo aquello que para mí era una maravilla.”
En el embarcadero alquilamos una lancha para recorrer el río que atravesaba los Everglades. Era pequeña, como para cuatro personas, con un motor de 9 HP. No hacía falta más; el río era lento y estrecho, aunque con innumerables brazos. No había rápidos, porque todo el terreno que atravesaba era totalmente llano. Estaba totalmente metido en medio de la vegetación, por lo que hacías todo el recorrido a media luz. Era una luz especial, como de película de misterio, imposible de describir. El agua no hacía ruído, fluía como a cámara lenta, casi remansada; era prácticamente negra, no sólo porque los grandes árboles de troncos retorcidos y raíces enmarañadas desde las orillas hasta el fondo, filtraban la mayor parte de la luz, sino por la gran cantidad de tanino que, disuelto de las cortezas de troncos y ramas desgajados, permanecía en suspensión. El motor navegando al ralentí tampoco hacía ruído, era como si estuviese preparado para no romper aquel ambiente de misterio.
Sólo de vez en cuando extraños gritos de pájaros que no veías y no conocías te hacían sentir que allí había vida. En los árboles, como vigilantes mudos y despectivos, grandes buitres de cuello adornado con mucosidades rojas, como los pavos, nos veían pasar siguiendo con la cabeza nuestro movimiento mientras su pico, curvo y amenazador, se entreabría jadeante por el tremendo calor que pese a la sombra había. A intervalos aleatorios, a unos diez metros frente a nosotros, nunca más cerca de donde la lancha estaba, oíamos un movimiento entre la maleza seguido del fuerte chapoteo con el que algún alligator anunciaba que se había metido en el agua. Félix estaba acojonado, ‘…oye chico demos la vuelta que esto está muy peligroso…’, para mí en cambio era una experiencia fascinante. Habría seguido horas y horas metiendo la lancha entre cada uno de los pequeños brazos que alimentaban aquel río de misterio. Todo era alucinante, las sombras, el silencio, los gritos, las miradas de los buitres, a cientos descansando y acechando indolentemente posados en las ramas; el rápido vuelo de las garzas asustadas por la lancha que se acercaba sin saber que estaban allí. Me harté de hacer fotos, pero la humedad y el calor habían bloqueado el funcionamiento del fotómetro de la máquina y al revelarlas estaban todas sobreexpuestas. Tan sólo las de primeras horas de la mañana salieron correctas permitiéndome almacenar unas imágenes que de vez en cuando me permitían, años después, comprobar que aquel mundo prehistórico, de misterio, era un mundo real que había vivido y no aparecía como producto de un sueño muchas veces buscado en la imaginación.
Era todo tan extraño, tan diferente, tan sorprendente que no te daba tiempo a pensar en que podría haber algún peligro, como por ejemplo perderse al abandonar el cauce principal del río y meternos en alguno de los muchos brazos por los que lo hicimos. Sólo el calor era agobiante; el sudor caía a chorros por la cara produciendo un insoportable escozor en los ojos. La espalda, desnuda, era agua, mucho más clara que la del río, pero agua, pura agua salada.”
“Félix, no aguanto más, me voy a bañar…”
“Pero chico, deja éso, que tú no sabes lo que ahí hay, óyeme tenemos que volver, que ya es muy tarde, que van a estar preocupados, que esto es muy peligroso…”.
“Aguanta el motor, me pego un chapuzón y volvemos.”
“Que yo no sé manejar ésto, déjalo ya chico, vámono…”.
El agua era puro caldo, negro, pero caldo; tan caliente como el exterior, pero al menos me barría el sudor que me ahogaba. Habíamos llegado a una especie de laguna, ya mucho más abierta, y no podía resistir más sin mojarme con agua distinta a la que me bañaba el cuerpo de arriba abajo. Desnudarme fué rápido, tirarme por la borda más aún; si me paraba a pensar no lo hacía. Ya en el agua, con Félix inmovilizado por el miedo mientras me miraba agarrando con ambas manos el timón del motor para que la lancha no se escapase, metí la cabeza en un intento de buceo hacia la oscuridad. Ahí sí tuve miedo, no sólo no se veía nada a diez centímetros, sino que además empecé a sentir como si miles de pequeños alfileres empezasen a acribillarme las nalgas. Era angustioso, porque no sólo no sabía qué clase de cabrón estaba jugando a martirizarme, sino que además por más intentos que hiciese de apartarlo con las manos era absolutamente inútil. Una y otra vez, por todos lados, pinchazo y vuelta a empezar. El recorrido hacia la lancha, a unos quince metros, fué el tramo más largo que nadé en mi vida. Intentaba razonar, tranquilízate tienen que ser pequeños peces, pero el miedo a lo desconocido se imponía sobre la serenidad del raciocinio. Los cabrones además no me picaban en las piernas o en los brazos, tan sólo en las nalgas…
No sé qué eran pero me acribillaron…, los miles de pequeños puntos rojos que ahora adornaban mis nalgas eran el mudo testigo del ataque implacable que había tenido que sufrir por los desconocidos habitantes de la oscuridad que en ellas habían visto una presa fácil.
“¿Nunca supiste qué era?.”
“Ni idea, supongo que peces muy pequeños pero muy agresivos y que aunque no se veían, por lo negra que el agua estaba, debían encontrarse allí a miles o millones. Desde luego la sensación fué de lo más angustiosa, por lo imprevisto y por la impotencia que producía el no saber quién te atacaba ni cómo defenderte. Recordándolo aún me duelen los aguijonazos…”
Félix ya no podía acompañarme, faltaban tres días para su boda, y la futura suegra había sido tajante: «Usté no se mueve de Miami hasta después de la boda». Pero yo quería conocer más de Florida, quería conocer Cabo Cañaveral (Cabo Kennedy, como ahora se llama), desde donde tan solo dos años atrás se había lanzado el Apolo 11, primero en alunizar con astronautas el 20 de julio de 1969; quería conocer Disney World, en Orlando, Cypress Gardens, en fin todo, todo lo que pudiese en aquellos tres días que faltaban para la boda de Félix.
Por eso no lo dudé, pese a la preocupación con la que se quedaban Félix y sus padres. A las seis de la mañana, arranqué el Ford LTD alquilado y por una fantástica autopista, rodeada de una vegetación increíble, puse rumbo a Cabo Cañaveral. A los pocos kilómetros de salir de Miami estaba ya prácticamente solo en la carretera, la circulación era más bien escasa tras salir de Miami. Por ello, aunque la velocidad estaba limitada a 60 millas por hora (unos 100 km/h), pronto empecé a acelerar hasta los 160 km/h. No había riesgo, no había tráfico, el coche era grande y seguro; no había problema alguno. Por eso me sorprendí cuando empecé a oir una sirena y por el retrovisor ví unas luces rojas, alternantes, que cada vez se acercaban más a mí. Era la Policía de carreteras. Me pararon y me dijeron que me iban a sancionar por haber superado con creces el límite de velocidad. Al enseñarles mi carnet de conducir, les dije que era internacional (algo que ellos parecían desconocer) y que en España estaba acostumbrado a conducir a esas velocidades ya que no había límites, por lo que inconscientemente había ido pisando cada vez más el acelerador. Tuve la suerte de que eran mucho mayores que yo y joviales, por lo que todo quedó en nada, tras un rato de charla agradable, aunque no recuerdo de qué hablamos. Eso sí, me advirtieron que no sobrepasase los límites establecidos ya que si lo hacía podría no tener la misma suerte si me parase otra patrulla.
Llegué, ya sin incidentes, a Cabo Cañaveral, hoy Cabo Kennedy. Allí sí había multitud de visitantes deseosos, como yo, de ver cómo era el lugar desde el que se enviaban hombres al espacio, la Luna en aquel entonces. Era realmente impresionante el contemplar las plataformas de lanzamiento, su tamaño y altura. Más elevadas que cualquiera de las grúas existentes en los astilleros de Vigo.
Entré en una amplia sala de montaje, en la que se estaba acondicionado un nuevo Saturno, el que llevaría a la siguiente misión espacial. La nave era inmensa, y al fondo el cohete ensamblándose. Durante unos minutos contemplé, pensativo, todo aquel montaje, imaginándome, sin poderlo imaginar, la obra de ingeniería tan tremenda necesaria para que una nueva cápsula pudiese salir de la órbita terrestre.
Entré, después, en una zona de exposición en la que se mostraban las cápsulas que habían aterrizado, más bien amerizado, de vuelta. Y allí estaba, en lugar destacado, el Apolo 11, en el que dos años atrás Buzz Aldrin y Neil Armstrong, habían descendido hasta posarse en nuestro satélite, mientras su compañero Michael Collins, orbitaba alrededor de aquél a la espera de recogerlos para el viaje de vuelta a la Tierra. Me impactó profundamente el que aquella cápsula tan pequeña hubiera sido capaz de albergar a dos hombres en su descenso hasta la superficie lunar y su retorno de ésta, tratando de imaginarme cómo alguien, con la claustrofobia que yo tengo, hubiese sido capaz de viajar en algo tan minúsculo en un espacio desconocido y presuntamente hostil.
Me llamó profundamente la atención la cantidad de abolladuras y arañazos, al menos así lo parecían, que había en la superficie exterior de aquel módulo lunar. Recordé que el 21 de julio de 1969 había visto en televisión, mal visto más bien por la calidad de las imágenes, la salida de Armstrong hasta poner el pie en la luna y su frase para la historia cuando pisó por vez primera el inhóspito suelo lunar. Estábamos en casa de José Alvarez, al borde de la playa de las Barcas en Vigo, cuando todo aquello ocurrió. ¡Qué grande puede llegar a ser el hombre cuando quiere serlo¡. El sueño de Kennedy hecho realidad. No podía ni soñar que un par de años más tarde iba a poder ver con mis propios ojos lo que aquella tarde de julio veíamos en la televisión.
En fin, salí de Cabo Cañaveral y dudé acerca de hacia dónde continuar. Por una parte me apetecía ir a Daytona, a ver el circuíto donde tenían lugar las famosas carreras de coches de entonces, durante 24 horas. Pero ir a Daytona significaba alejarme ya mucho más de Miami, reduciendo las posibilidades de recorrer a fondo Disney World y, por supuesto el poder conocer lo que había comenzado siendo un jardín botánico hasta convertirse en un lugar mundialmente conocido por sus exhibiciones y competiciones de ski acuático, Cypress Garden (Jardín de los cipreses), pero también por las llamadas Southern belles (Bellezas del Sur), jóvenes ataviadas como lo estaban, dos siglos antes, las representativas de la alta sociedad sureña norteamericana, los dueños de las plantaciones de algodón, antes de la Guerra de Secesión. Opté así por dirigirme a Cypress Garden, mera curiosidad por tratar de revivir lo que había leído en ‘Lo que el viento se llevó’, conocer más de cerca lo que aquel libro narraba.
Llegué a Cypress Garden y las ví, paradas como estatuas bajo los inmensos árboles y vestidas como lo habrían estado sus antecesoras del Sur. Es difícil describir las sensaciones, pero viendo a aquellas jóvenes leía el libro de nuevo. Realmente bonita la representación que allí se hacía de un tiempo que se había ido para no volver. El tiempo de las plantaciones de algodón, de los grandes terratenientes y las bellezas del Sur, pero también el tiempo de los esclavos traídos de Africa que, posteriormente acabaron formando parte natural de la población de Norteamérica. Bonito y curioso, pero para pensar también en tantas historias y canciones que siendo adolescente había leído y escuchado.
Tras ver y fotografiar a las Southern belles, entré en el parque acuático; no sin dificultades que aún hoy no entiendo. El chico que estaba en la puerta de entrada al recinto de agua, no quería dejarme pasar sin que abonase algo más de lo que ya había pagado por entrar en Cypress Gardens, quizás porque llevaba la cámara, y yo me negaba a hacerlo pues consideraba que la entrada que había comprado daba acceso a todo en el parque. No acabámos de entendernos, pero tras unos minutos de diálogo incomprensible, me hizo un gesto con la mano indicativo de que pasase. Seguro que lo hizo por hartazgo. Su inglés era sureño, difícil, y el mío españolizado, más difícil todavía, con lo que nunca entendí qué pretendía.
Ya en el interior del parque acuático, sentado en unos grandes graderíos sobre el lago, presencié (y fotografié) una increíble exhibición de ski acuático. Jamás había visto nada igual. Velocidad, destreza, piruetas tras la rapísima lancha motora y belleza, sobre todo belleza. Belleza en los ejercicios, belleza en el vestuario y belleza en las chicas que se deslizaban sobre el agua. Es algo que tampoco podré olvidar.
No recuerdo dónde dormí aquella noche, pero sí el día siguiente en su totalidad. Quería conocer Disney World y para allí me fuí muy temprano. Llegué poco después de las siete y media de la mañana. Había un gran número de aparcamientos, todavía prácticamente vacíos por la hora. Dejé el coche en uno de ellos y andando llegué a la entrada del parque. Una vez dentro, lo primero que aparecía era una Blancanieves que te saludaba cordialmente. El parque era inmenso, atracciones de todo tipo y por todos lados, reflejando las películas de Disney. No voy a entrar en detalles de todo lo que ví, pues fue mucho, pero sí de lo que más me impactó. A la entrada de una cueva te sentabas en una pequeña lancha que inmediatamente comenzaba un recorrido lleno de magia por un río subterráneo. Los márgenes de ese río estaban llenos de vegetación artificial de la que salían cálidas luces. Sonaba una música especial, igualmente cálida, y a medida que progresabas en la animación más y más pequeños animales y personajes que te saludaban como lo hacían en las películas que de niño había visto tantas veces en el cine Fraga de Vigo. En aquel pequeño y mágico mundo volvías a la infancia. El canto de los pájaros, la risa de las hienas (perfectamente lograda), la princesa india en una barquichuela, las sirenas, el capitán Garfio siempre huyendo del cocodrilo y siempre tratando de cazar a Peter Pan, todas las culturas del mundo allí reflejadas en sus personajes. Un mundo mágico que recibía el nombre de It’s a small world (Es un pequeño mundo). Sensaciones que volaban en tu interior para salir y dar paso a otras nuevas; difícil de describir, pero una maravilla. Iba solo, pero en aquellos momentos me sentía acompañado, quizás porque había disfrutado mucho con las películas de Disney, como supongo que le pasaría a todos los niños de mi generación que tuvieron la oportunidad de verlas.
En Disneyland pasé todo el día, visitando todo lo que podía, bajo un calor sofocante. Hasta que, no recuerdo a qué hora, advirtieron por megafonía que el Parque iba a cerrar por lo que los visitantes debíamos subir a un pequeño tren que nos llevaría al lugar donde habíamos dejado el coche.
Subí al tren, agotado, pero más que satisfecho acerca de cómo había transcurrido el día. El tren circulaba sobre raíles elevados y cada pocos minutos se paraba mientras el conductor (supongo que era él) decía un nombre. Bajaban entonces una serie de personas y el tren reanudaba la marcha hasta que un nuevo nombre anunciaba otra parada. De pronto, tras varios minutos circulando, el tren se paró definitivamente. En su interior ya solo quedaba yo y tres o cuatro chicos y chicas empleados del parque. Al ver que en el interior del tren, definitivamente detenido, quedaba una persona, uno de aquellos chicos se acercó amablemente a mí y me dijo:
«¿Sleepy?»
«No, I am not sleepy, I am just very tired» («No, no estoy dormido, tan solo estoy muy cansado»).
El chico puso una cara de gran extrañeza ante mi respuesta y llamó a sus compañeros. Tras un rato de conversación disparatada, por mi parte, acabaron preguntándome que por qué no me había bajado en alguna de las paradas. Cada parada con su nombre correspondiente correspondía al nombre de uno de los grandes aparcamientos, algo en lo que no había caído al llegar. Esos aparcamientos llevaban el nombre de cada uno de los siete enanitos que habían acogido a Blancanieves. Por eso el primer chico me había dicho «¿Sleepy?». Ese era el nombre del último parking y no tenía nada que ver con mi contestación a su pregunta. El en realidad lo que pretendía era preguntarme si había aparcado mi coche en ese último parking, ya muy cerca de la entrada al Magic Kingdom (Reino Mágico).
«Siempre fuíste muy despistado, no entiendo cómo llegaste a ser Catedrático en Medicina».
«Yo tampoco, pero llegué.»
Al ver que no tenía ni idea de dónde había dejado el coche, muy amablemente me llevaron a dar una vuelta en un todo terreno por los aparcamientos, pero nada, no tenía ni idea de dónde había dejado el coche. Eran ya las doce de la noche, había cantidad de coches todavía en aquellos aparcamientos de tamaño poco más pequeño que el de un campo de fútbol, porque sus dueños estaban pasando la noche en alguno de los lujosos hoteles cercanos a Disney World, para continuar su visita al día siguiente. Por ello, encontrar mi coche entre tantos otros y de noche parecía tarea imposible, pero al menos aquellos chicos del parque habían intentado ayudarme. En un determinado momento me dijeron que tenían que dejarme pues era muy tarde y ellos comenzaban su trabajo a las seis de la mañana. Y allí me quedé, con coches por todos lados, oscuridad total y sin tener la más mínima idea acerca de dónde podría estar mi coche. Vueltas y más vueltas hasta que decido pararme al lado de uno de los coches aparcados. Por su tamaño me recordaba al que había alquilado en Miami. Busco la marca y veo Ford LTD. ¿Y si es el mío?. La respuesta era fácil, tan solo tenía que introducir la llave en la cerradura y ver si abría la puerta.
Con el corazón taquicárdico perdido saco las llaves del bolsillo y cuando voy a intentar abrir la puerta empiezo a sangrar por la nariz a chorro. Era el calor y el agotamiento. Lo malo es que al comenzar a sangrar intenté taponarme y en ese momento se me caen las llaves al suelo. Oscuridad total, salvo una pálida luz de luna, y más desesperación porque no localizaba las llaves en el suelo. Tras mucho tantear, a ciegas, metí la mano bajo aquel Ford y topo con ellas.
«¿Cómo habían ido a parar debajo del coche?.»
«Pues creo que al empezar a sangrar y caerme las llaves traté de pararlas con el pie, pero lo que había conseguido era desplazarlas hastalos bajos del coche.»
Total, introduje la llave y se produjo el milagro, era mi coche. Recordándolo ahora pienso en las casualidades imposibles pero reales. Aquélla lo fue.
Salí de allí rápidamente, era muy tarde, y entré en la autopista hacia Orlando, a la busca de un hotel en la carretera donde poder dormir. Pronto empecé a ver muchos, cada pocos kilómetros, pero para mi desesperación cada vez mayor, todos ellos lucían un cartel verde fluorescente en el que figuraba la palabra «Vacancy». En todos era lo mismo, vacancy, vacancy, vacancy…, mientras veía esos condenados carteles pensaba: ¿Cómo es posible que en este país, en esta época del año y con miles de visitantes que diariamente acuden a conocer el Mundo Mágico de Walt Disney, estén todos los hoteles cerrados por vacaciones?. Así continuamente, cada vez más cansado, hasta que por fin llegué a Orlando. Me introduje en la calle principal pensando que malo sería que allí no hubiese un hotel abierto. Mientras conducía por aquella avenida, oigo a distancia, tras de mí, la sirena de un coche de la policía y disparos. Por el retrovisor veo que un coche se acerca a gran velocidad y siguiéndole otro de la policía con las luces girando mientras desde su interior un policía trataba de darle a las ruedas del perseguido. Era lo que me faltaba para culminar una noche infernal tras un día de pleno disfrute. Trato de meterme en la acera para evitar que me diese el coche perseguido o una bala de los perseguidores y entonces veo un hotel con un cartel como el de los otros con la diferencia de que en éste ponía «No Vacancy». Menos mal, pensé, aquí no están de vacaciones, espero que haya una habitación. Entro en la recepción y me encuentro a un tipo con aspecto poco amigable, tras el mostrador, y otros tres charlando con él mientras bebían ginebra, al otro lado de aquél. El de la recepción me pregunta que qué quiero, le respondo que una habitación y, para mi sorpresa, me espeta:
«¿No vió el cartel? No vacancy.»
«Sí, le contesté, ya ví que no están de vacaciones como todos los hoteles que he visto en el camino hasta aquí».
Empezaron entonces a reirse a carcajadas, comentando sabe Dios qué entre ellos. Fue entonces cuando me dí cuenta de lo atontado que había sido porque, Vacancy no significa vacaciones, si no Vacantes, habitaciones disponibles, mientras que aquél en el que ahora me encontraba carecía de plazas disponibles (No Vacancy).»
Creo que pocas veces me habré sentido tan ridículo como entonces. Les expliqué lo que me había ocurrido y debieron compadecerse porque al final el de la recepción me dijo que disponían de una suite, era lo único que había libre, que me costaría 180 dólares y que tendría que dejarla antes de las 8 de la mañana.
«Breakfast included»?.
«No, no breakfast here (no damos desayunos aquí)».
Hice de tripas corazón y le dije OK, subí a la habitación, tras pago por adelantado, y pronto me quedé profundamente dormido; eran ya casi las 4 de la mañana. A las siete en punto suena el teléfono para despertarme y que deje la habitación que, por cierto, de suite solo tenía el nombre que el recepcionista le había puesto.
Antes de las ocho salí del hotel, desayuné, lo que pude, en un barucho de mala muerte y me metí en el coche dispuesto a ir ya a Miami, la boda de Félix era al día siguiente, pero como tenía tiempo de sobra me metí por carreteras secundarias para conocer más la zona. Mala idea, porque cuando me dí cuenta estaba yendo sin rumbo por lugares en los que predominaban los nombres indios, aborígenes. La verdad es que no se cómo, pero tras dar cantidad de vueltas y más vueltas por carreteras que eran del tipo de las que subían desde Tuy al Aloia, llegué por fin a una pequeña ciudad llamada Hialeah, en la que ví un cartel señalizando «Miami, 15 millas (unos 25 kilómetros). Me sentí entonces tranquilo, eran ya las nueve de la noche y tenía que llegar pronto a casa de Félix. ¿Pero dónde estaba la casa de Félix?. No tenía ni idea de cómo llegar, no había teléfonos móviles, al menos yo no lo tenía y aunque lo tuviese no sabía cómo llamar allí.
La verdad no se cómo, pero al fin llegué.
«¿Pero chico, dónde tú has estado?. Nos tenías a todos preocupados».
«Pues conociendo algo más de Florida; Cabo Cañaveral, Cypress Garden, Disney World. He disfrutado un montón».
A partir de ahí pasé a contarles, brevemente, las incidencias de aquellos días. No pudieron evitar el reirse a fondo con las absurdas equivocaciones que se habían producido por culpa del inglés, o más bien del cansancio. Sleepy, Vacancy y No Vacancy. Pese a las risas no ocultaron su preocupación con lo ocurrido cuando no sabía dónde estaba mi coche y lo tortuoso del camino de vuelta a Miami, así como por el hecho de que por casualidad hubiese encontrado su casa aquella noche.
Al día siguiente fué la boda de Félix. «Tremenda boda», como dirían los cubano-americanos, aunque por más que hurgue en la memoria no recuerdo los detalles.
Estuve en Miami tres días más, acompañado por algunos de los varios ex-alumnos de Santiago que vivían allí. Juerga tras juerga, incluída una visita al Club Playboy de Miami, al que fuímos temprano para disponer de una buena mesa frente al escenario.
Pero todo, como casi siempre, tenía que acabar mal aquella noche. Recién iniciado el espectáculo, un negrazo imponente (debía medir unos dos metros y pesar 140 kilos, se sentó en nuestra misma mesa con dos acompañantes femeninas. En su mano derecha llevaba un gigante anillo de oro, el mismo oro que lucía en una cadena colgante desde su cuello hasta prácticamente el ombligo. El caso es que se sentó justo delante de mí, con lo que sus anchísimas espaldas me tapaban por completo todo lo que ocurría en el escenario. Le pedí que se apartase un poco, pero ni caso. Total que del Club Playboy solo me llevé el recuerdo de las vistosas conejitas que periódicamente se acercaban a servirnos más bebida…
Visité el acuario de Miami (Miami Seaquarium), el mayor de Estados Unidos, al menos en aquél entonces. Allí ví como una gigantesca orca saltaba a las órdenes de su amaestradora, y luego la paseaba por la gran piscina en su lomo. Ví todo tipo de tiburones y todo tipo de espectáculos marinos (submarinos más bien). Visité el Zoo de Miami, y en él contemplé por primera vez en mi vida, la espectacularidad del plumaje de los flamencos rosados, los loros, cacatúas, en fin disfruté por todo lo alto.
Pero todo lo bueno tiene su final. Tenía que irme a Pittsburgh, Pensilvania, a valorar una oferta de trabajo en el principal Hospital de aquella ciudad. Malditas las ganas que tenía de ir a trabajar en un Hospital; tenía mi lugar en Santiago, en el Departamento donde me formé, y era allí donde quería volver, pero no podía hacerle un feo al que me había invitado, pero esa es ya otra historia.
Jesús Devesa
2 respuestas a “Miami”
Querido profesor, colega y aún más amigo:
No sabes lo que me ha emocionado leer ru descripción t
De tu viaje a nuestra boda en Miami! Que gran honor para nosotros el que estuvieses presente!
Nunca me perdonaré el no haberte podido acompañar durante tu viaje por el centro de la Florida, pero mi amor por Normita era mucho más poderoso, la suegra implacable, no tuve más remedio! Eres la única familia que tengo en Santiago de Compostela, a pesar de llevar muy diferentes apellidos Gallegos! Abrazos, Felix
Gracias Félix, tiempos inolvidables. Un abrazo.