“Buenos días, mi llamo Konna, soy Konna”.
“¿Cómo te llamas?”, tenía que repetirlo, aquéllo había que inmortalizarlo; nadie iba a creerlo si no quedaba grabado. Fué el tiempo justo para encender la cámara y darle al Rec mientras muy amable repetía “Konna, mi llamo Konna, soy la guía que les va a enseñar el Palacio de verano de los reyes daneses y luego iremos al Noreste de la isla, a Helsingør, a visitar el castillo de Hamlet, al lado del mar, frente a Helsingborg en Suecia”.
El cachondeo que a todos nos produjo oírla decir su nombre dió paso al recuerdo mientras el autobús circulaba por la llana y verde Dinamarca. La sensación era extraña, ¿por qué ya no me hacía gracia el nombre?, ¿qué era lo que buscaba perdido en la memoria?. Konna, Helsingør y Helsingborg, ¿qué tenían que ver?.
Castillo de Hamlet en Helsingør. Dinamarca 1989.
Era otro autobús, mucho más viejo, era otra tierra, también verde pero llena de montañas; era también verano, también el día de San Juan, y como aquel día en Dinamarca el cielo estaba gris, oculto por la niebla. Konna y Helsingborg, Dinamarca y Suecia; el castillo de Hamlet en Helsingør desde el que se podían ver los fuegos de la noche de San Juan en la playa de Helsingborg al otro lado del estrecho. ¿Por qué se me hacía todo tan familiar si ésta era la primera vez que estaba allí?.
Fué el frenazo del autobús ante el ciclista que cruzaba quien me llevó hacia atrás en el tiempo.
“¿Qu’est ce que vous fais?, vous étes un cochon. Vous serais punni pour ça, je parlerai avec Monsieur le Directeur quand nous arrivons au Lycée”. («¿Qué haces?, eres un cerdo. Serás castigado por ello, hablaré con el Señor Director cuando volvamos al Liceo»).
El frenazo que el autobús había dado en la curva había hecho que la vieja penca, Mademoiselle Madeleine, se levantase para ver si alguien se había golpeado y fué entonces cuando se fijó en el bulto que estaba a punto de hacer estallar el bañador que estúpidamente me había puesto.
“Ce n’est pas vrai, tu est trés gentil”, («No es cierto, tú eres muy gentil») la boca de Marianne susurrándome al oído mientras me tapaba con su toalla hizo que la presa, catorce años contenida sin querer y sin saberlo, se desbordase en un río que acabando de nacer parecía no tener fin. Creo que sólo Marianne y Konna se dieron cuenta de lo que estaba pasando, al menos ningún otro me comentó nada después, pero jamás sentí tanta vergüenza como en aquella ocasión.
“Demain nous fairons unne excursion par les Pyrenées”. («Mañana haremos una excursión por los Pirineos»).
Llevé puesto el bañador, como todos, y me quité el pantalón, como todos, mientras el autobús daba vueltas y más vueltas Pirineos arriba y abajo. Sentado en la última fila del autobús, entre Marianne y Konna, muy pronto había empezado a notar que las cosas no iban bien.
“C’est trés jolie, les fleuves, les arbres, les montaignes…”. («Es todo muy bonito, los ríos, los árboles, las montañas…»).
“Oui, mais ma terre cést plus jolie, je prefére Galice”. («Sí, pero mi tierra es más bonita, prefiero Galicia»).
Cada vez que me giraba para hablar con Marianne veía la blancura de su pecho rebasando la parte superior de su bikini azul; el traqueteo del autobús hacía que adquiriese conciencia de su muslo pegado al mío mientras sus pechos se agitaban en un baile anárquico del que también participaba mi brazo derecho por más que intentase dejarlo al margen manteniéndolo rígido como una tabla. Y a mi izquierda Konna, igualmente rubia, igualmente bonita, aunque a mí me gustase más Marianne; nunca había visto una chica en bikini, y ahora tenía dos a mi lado…
Las sensaciones eran nuevas, placenteras, pero comprometedoras. ¿Qué podría hacer para ocultarlo?. ¿Por qué habría sido tan imbécil como para quitarme el pantalón?. No hacía calor, no tenía necesidad de sol, no iba a bañarme; había hecho como los demás aunque ellos eran del Norte, del frío, de la nieve.
“Si vamos de excursión hay que ir en bañador, a disfrutar del sol y del calor”. De nada servía mirar al cielo y ver que la niebla era espesa ya a la salida. En el sur de Europa siempre hace buen tiempo, por lo que si vamos de excursión hay que ir en bañador. Nadie lo había dicho, pero todos así lo habíamos asumido. Y era ese razonamiento colectivo, gregario y sin sentido, el que me había puesto en la situación en que ahora me encontraba.
Aquéllo parecía que iba a reventar. Rojo como un tomate miraba con disimulo el bulto que se me había formado en el bañador, sin saber qué hacer para ocultarlo. No podía coger el pantalón, no podía llevar las manos cruzadas por más tiempo; además, por momentos iba sintiendo algo más y más fuerte que me ahogaba sin poderlo frenar. Así fué como me vió la odiosa Mademoiselle; cuarentona chupada, espárrago antipático y despectivo con los que no éramos francoparlantes. Ya habíamos tenido varios encontronazos antes, y ahora se aprovechaba de la situación. Sus ojos se clavaron, por encima de los cristales de sus gafas tipo quevedo, en mis piernas antes de abrir la boca para escupir los insultos y amenazas. Solterona como era igual había descubierto el pecado; el despertar a la vida de un niño de catorce años de aquel entonces.
Marianne era sueca, vivía en Helsingborg. Como yo había ido al Lycée Français de Pau a perfeccionar el francés durante el verano. Supongo que en aquellos dos meses aprendió además, también como yo, a odiar a los franceses, al menos a aquellos franceses de la ciudad de los pieds noirs argelinos y de los exiliados españoles republicanos, que odiaban a todo lo que venía de España.
Liceo de Pau. Francia. 1960
Marianne era rubia, con un tono especial de cabello, de ojos azules en los que siempre había una chispa de alegría. Era alta, delgada; casi siempre llevaba un short que dejaba ver sus largas piernas, muy largas, muy bonitas.
Marianne. Pau. Francia. 1960
Todo en ella era bonito en realidad. Era alegre, dulce, cariñosa. A veces llevaba el pelo recogido en cola de caballo o trenzado, atado por una cinta, o en un moño, pero habitualmente su cabello estaba suelto y alborotado. Le gustaba hablar, con voz muy suave, y escuchar, tumbada en la hierba o sentada en un tronco mientras sonreía.
Marianne. Al lado del río de la Gave. Pau. Francia. 1960
Marianne siempre sonreía, incluso cuando la penca nos llamaba la atención.
“Allez a manger; allez a la classe, allez a votres chambres…”. (A comer, a clase, a vuestras habitaciones…).
Allez, allez, allez, la palabra más importante de su vocabulario, no sabía decir otra cosa. Debía de cantar la Marsellesa todos los días, al levantarse y al acostarse:
«Allons enfants de la patriiii-ie, le jour de gloire est arrivé. Contre nous de la tiranie, l’etandard sanglant est levé…«.
Seguro que la xenofobia de la penca se vería realimentada con el canto cotidiano del himno; de ahí el Allez, allez, allez.
“Au demain, Jesús, nous nous verrons a l’éxcursion”. “Au demain, Marianne”. («Hasta mañana Jesús, nos veremos en la excursión. Hasta mañana, Marianne».)
Lourdes. Francia 1960.
La tarde estaba cayendo; al fondo en la montaña se veían miles y miles de luces descendiendo hacia la gruta en una procesión interminable. Jürgen y yo contemplábamos el espectáculo alucinados.
“¿De dónde puede salir tanta gente?”.
“C’est la force de l’Eglise, c’est Lourdes”.
Jürgen era alemán, de Bonn, tres años mayor que yo y quince centímetros más alto. Dormíamos en la misma habitación, con Brian el cachondo inglés de Liverpool, Björn el muermo, aunque zorro, noruego, y George el insípido americano de la jet de Boston. Nos llevábamos bien pese a las diferencias de años y nacionalidades. Una mezcla sin sentido pero que funcionó, quizás porque a todos nos unía la misma manía a los franceses que tan mal nos trataban. Björn era el mayor, tenía 36 años. Dormía justo frente a mí, en la otra esquina del ventanal que daba al campo, donde colgábamos la ropa a secar todas las noches. Venía de Oslo y era un auténtico misterio. Muy peludo, haciendo honor a su nombre de oso, y con calva de oficinista. Era el único que no hablaba por las noches en la habitación, antes de dormir. Nunca llegamos a saber si porque su francés era penoso o porque era una persona absolutamente anodina.
“¿Comm comm comment a eté la journée Björn?” («Cómo te ha ido el día Björn»), siempre el cachondo de Brian con su francés a saltos, como buen inglés, buscando la misma coña nocturna.
“Pas mal, mais je suis trés fatiguée. Je veux dormir”. Se daba la vuelta y se tapaba mientras el resto comenzábamos a contarnos nuestras cuitas del día con los condenados franceses.
“¿Pouvez vous parler plus bas?, je suis trés fatiguée”.
“Excusez moi Björn, je l’avais oubliée”. Era como un ritual, una y otra vez, una noche y otra, hasta que se dormía.
Tardamos en descubrir el motivo de su cansancio, supuesto cansancio que pensábamos. Fué casi un mes más tarde de haber comenzado el Liceo. Después de comer nos reuníamos en la habitación a descansar un rato y charlar.
“¿Qu’est ce que vas tu faire cette aprés midi, Björn?”.
“Peut etre je fairais une petite promenade par la ville”(«Qué vas a hacer por la tarde Björn?. Quizás daré un pequeño paseo por la ciudad.»). Todos los días la misma respuesta. ¿A quién le podía apetecer pasear siempre sólo y siempre por el mismo sitio?.
Fué Brian, claro, el que lo cazó. Tenía 24 años, era de Liverpool, la ciudad de la juerga, y podía decírselo.
“Vous ètes un renard, Björn, un vieux renard. Maintenant je comprend votre fatigue. Pas une, deux; deux madames sont la raison de leur fatigue. Je l’ai vu avec deux femmes á la maison de demoiselles”. («Eres un zorro Björn, un viejo zorro: Ahora entiendo tu cansancio. No una, si no dos; dos mujeres son la razón de su cansancio. Le he visto con dos mujeres en un prostíbulo»).
Un zorro. Eso es lo que era. Se pasaba las tardes en una casa de mujeres de mala muerte. Ajadas y feas. Brian lo había seguido una tarde, intrigado por sus “petites promenades par la ville”, y lo había cazado en plena faena.
Al día siguiente Björn se cambió de habitación y no volvió a dirigirnos la palabra. Al fin y al cabo éramos unos críos, y además nos reíamos de él. Lo que nunca Brian nos aclaró por completo es cómo había llegado a descubrir toda la historia.“J’étais trés intriguée, c’est tout…”, («estaba intrigado, eso es todo…»). A saltos y con grandes risotadas como siempre. Era un cachondo mental; largo, huesudo, con las clavículas marcándose sobre su piel totalmente blanca y la espalda llena de granos gordos y purulentos que nacían y morían de un día para otro tras dejar una señal de que habían estado allí. Era un cachondo, hasta en su forma de vestir para dormir: camiseta blanca de tiras y un pantalón de pijama a rayas azules y blancas.
El espectáculo era impactante, las velas, los cantos que llegaban desde la montaña «Avé, avé, avé María…«, pero el olor era insoportable. Todas las cloacas de Lourdes, aún más cargadas por los peregrinos, debían de verter en el río a cuya vera nos encontrábamos.
“C’est trés jolie mais l’odeur c’est insoportable” («Es muy bonito, pero el olor es insoportable.»).
Los ángeles que cantaban en la montaña no tenían una voz tan bonita como aquélla. Cálida, profunda, suave, en un francés irreal. La frase no era sugerente, pero sí lo eran aquella voz y su tono.
“Oui, c’est vrai”.
Lo dije antes de volverme hacia ella, si no no creo que hubiera podido hacerlo. Me habría puesto colorado y no habría sabido contestar. Tan expresiva, tan sonriente, tan bonita.
“Vous étes au Lycée. Moi aussi. Je suis Marianne, je viens de la Suéde.”
“Et moi je suis Konna, je m’appelle Konna; je viens de la Dinamarque”. «Soy Konna, me llamo Konna…», la misma frase que años después me llevó como en aquel momento a la risa interior inicialmente y al recuerdo después.
«Je suis Jürgen, je viens de l’Allemagne; il est Jesús, c’est espagnol» («Soy Jürgen, alemán; y él es Jesús, español»).
«¿Jesús?, personne a mon pays s’appelle comme ça. Jesús, c’est le nom du fils de Dieux» («¿Jesús?, nadie en mi país se llama así. Jesús es el nombre del hijo de Dios»).
Marianne era protestante, y para ellos no sepodía utilizar el nombre de Jesús en una persona, era desvirtuar la figura del que decían era hijo de Dios.
En el Liceo. 1: Madeleine, la Mademoiselle. 2: Konna. 3: Angelika. 4: George. 5: Brian. Pau, Francia 1960.
La conversación siguió intrascendente, en torno a Lourdes, las peregrinaciones, el catolicismo, y la humedad que llegaba desde el río y empezaba a hacernos sentir el frío de la noche allí parados de pie. La vuelta a Pau en el autobús la hicimos ya juntos. Jürgen discutiendo con Konna acerca de la invasión por Alemania de Dinamarca en la segunda guerra mundial, y yo cortadísimo contestando prácticamente con monosílabos a lo que Marianne me contaba acerca de su país. «Oui», «non», «je ne comprend pas», «ah oui, oui, j’ai compris». Todo era así, pero ¿qué se podía esperar?. Marianne tenía 16 años y yo sólo 14. A ella la veía ya como una chica, preciosa, y a mí me veía un niño, vulgar. Mientras volvíamos por las montañas de los Bajos Pirineos a Pau todos mis esfuerzo se centraban en tratar de contestar de forma coherente a lo que Marianne me contaba. Aquéllo no podía durar, en cualquier momento Marianne se iría hacia atrás, al grupo que cantaba y alborotaba, el grupo de los mayores, en el que estaban varios españoles, aburrida de estar con un crío insípido como me sentía. Sin embargo, por momentos tenía la sensación de que se había establecido una corriente de simpatía, o atracción, entre los dos.
«Au demain, Jesús, nous nous verrons a l’excursion».
«Au demain, Marianne.»
Aquella noche no pegué ojo. Qué bonita era. Qué pena no ser mayor, no ser más resuelto, menos cortado. Seguro que al día siguiente Marianne ni me reconocería; haría la excursión con otra gente.
A las ocho de la mañana estaban ya los autobuses listos para partir. Ibamos a recorrer los Pirineos, los circos y los glaciares, los lagos de montaña, y llegaríamos hasta la frontera española, cerca de Jaca. Todo muy atractivo, hasta el día anterior, antes de conocer a Marianne. Ahora, en cambio, tenía que disponerme a pasar un día triste, consumido, porque ella estaría con otros, seguro. Al fin y al cabo era lógico, yo era sólo un crío de catorce años.
«Jesús, Jesús, viens ici.»
Era Marianne, desde el fondo del autobús donde me había reservado un sitio entre ella y Konna. La contestación fué de retrasado, el mismo de la noche anterior viniendo de Lourdes.
«Mais il n’y a pas de place pour Jürgen».
«Vas y lá, je m’assayerai ici». («Pero no hay sitio ahí para Jürgen». «Vete, yo me sentaré aquí.»).
Menos mal que Jürgen tenía más sentido que yo; claro, me llevaba tres años y quince centímetros.
Todos en traje de baño, vamos de excursión al Sur. Imbécil, así me fué. Además hacía frío. Niebla, llovizna, frío; pero había que ir en traje de baño, como los del Norte.
La toalla de Marianne fué providencial; me salvó momentáneamente de la comprometida situación en la que estaba. No sabía cómo llevaría el bañador, pero me sentía avergonzado.
«Un cochon, vous etes un cochon».
«C’est pas vrai, tu est trés gentil«. La toalla nos unía, además; la sentía más cerca, más pegada a mí. Eso compensaba el mal rato que estaba pasando por la verguenza que me daba el que se diesen cuenta de lo ocurrido.
Cuando el autobús paró, a la llegada al lago, Marianne muy rápida se levantó y anudó la toalla a mi cintura.
«De cette façon tu ressemble les hawaians». («Así pareces un hawaiano»).
Con delicadeza había justificado el que pudiese levantarme con la toalla puesta. El lago fué entonces la solución. El agua estaba helada, no había más que verla; transparente, con pequeñas ondas moviéndose por la superficie. Era un lago de montaña, formado en un circo entre moles gigantescas que se reflejaban en su superficie helada.
Lago en el glaciar. Pirineos franceses. 1960.
«Estás loco, no te metas que te vas a congelar«.
José tenía razón, pero lo que él no sabía es que no pretendía hacerme el machito, sino enfriarme y cambiar mi ropa. Directo desde la roca, creí que me moría. Intenté nadar pero las piernas estaban agarrotadas. Salí tiritando como nunca lo había hecho; más blanco por el frío que cualquiera de las veces que hacía pesca submarina en Vigo, dos horas sin traje.
«Cualquier día este niño os va a dar un disgusto; mira como viene, si no reacciona«. La eterna cantinela de las madres de la playa en Samil cuando pálido y castañeteante volvía con un pequeño mujel en el cinturón tras hora y media o dos jugando a perseguirlo entre las algas.
«Nous avons toute la responsibilité sur vous. Il etait interdit de nager au lac. Vous le connaisais, comme tous les autres” («Nosotros tenemos toda la responsabilidad con vosotros. Estaba prohibido nadar en el lago. Tú lo sabías, como todos los demás.»).
La penca había largado por su boquita de piñón; no valía la pena contestarle, pero tampoco hubiera podido. El frío me impedía hablar. Sólo Marianne y Konna sabían que no había sido una chulería exhibicionista sino un remedio, una necesidad. Mientras Marianne me frotaba con la toalla para hacerme reaccionar, Konna fué al autobús a por el pantalón y el niki. Al fin todo se había solucionado.
De vuelta en el autobús, Marianne se acercó a mí aún más de lo que la propia estrechez de aquellos asientos la obligaba.
«Tu as besoin du chaud; je veux te donner un peu«.
«Merci bien, Marianne. Tu est trés mignonne» («Necesitas calor; quiero darte un poco». «Muchas gracias Marianne. Eres un encanto»).
Sólo sonrió y dejó caer su cabeza sobre mi hombro. Qué riquiña era. Después de aquel verano con Marianne, nunca pude entender que la gente hablase de los suecos como gente seca y fría. Marianne desde luego no era así.
“Seulement un pas et nous serons a l’Espagne”.
“Il est la premiére fois que je vois l’Espagne. Pour nous c’est si lontaine…”.
Estábamos en lo alto de la montaña, a pocos metros del puesto fronterizo de Jaca. Era una sensación extraña, tan cerca y tan lejos. La cabeza llevaba a que el paso fuese dado, pero en el fondo ¿qué significaba?. Pisar el otro lado y decir “ya estamos en mi país, mira Marianne, estamos en España”. ¿Y total para qué?. Era España, pero no era mi tierra; aquéllo era desconocido. Viento frío y paisaje interminable al fondo, desde lo alto de la montaña; pero era lo mismo si mirábamos al otro lado. No había ninguna diferencia. Comencé a sentir una tremenda añoranza. Era mi tierra, pero no lo era.
“Cést l’Espagne, mais c’est pas ma terre. Ma terre est plus beaux”. («Es España, pero no es mi tierra. Mi tierra es mucho más bonita»).
Pirineos franceses cerca de España. 1960.
El guía comenzó a explicarnos que por allí habían pasado miles y miles de republicanos vencidos en la guerra civil; andando entre las montañas, escondiéndose, hambrientos y muertos de frío, de los soldados de Franco. Madres harapientas con sus hijos a hombros; viejos que a veces caían para ya no levantarse. Y en lo alto los voluntarios franceses listos para ayudar a los que escapaban del fascismo, a los combatientes por la libertad. Lo decía en tono despectivo, no sé si sabiendo o no que allí, entre los muchos europeos, también había españoles.
Aunque era un crío me sentí mal. Mientras el guía hablaba pasaban por mi cabeza las imágenes que él iba describiendo; imágenes de angustia, de terror, de sufrimiento. La desolación del paisaje, tan duro, tan frío, contribuía al sentimiento de culpabilidad que como español iba sintiendo por momentos. Fascistas crueles, sanguinarios, dictatoriales, que habían destruído miles y miles de familias que no tenían más culpa que el haber tratado de defender la libertad. El horror.
La película de la guerra de la que tanto había oído hablar en la clase de Formación Política en el Instituto era en otro color, pese a que al hermano mayor de mi padre lo habían asesinado los falangistas. Su cuerpo había aparecido en una cuneta, en Montouto, cerca de Cacheiras, la mañana del 20 de agosto del 36 con un tiro en la nuca. Unos días antes habían ido a buscarle a casa de la abuela María, para interrogarle por galleguista y de allí pasó a la cárcel de Santiago. Cuando mi padre me lo contó, siendo aún niño, me dijo que no habían podido impedirlo, y que cuando lo sacaron de casa sabían que era para “pasearle”. Así le llamaban entonces a la ejecución por detrás, con un tiro en la nuca.
“No cantes el Cara al Sol, a tu padre le disgusta oírlo”.
Por eso me lo había dicho mi madre, “el “Cara al Sol” es el himno de los falangistas.
«Los falangistas asesinaron a tu tío, a los 28 años, por ser galleguista. Me vinieron a buscar a casa, la mañana del 20 de agosto para que fuese a reconocer el cuerpo entre los que estaban tirados en la cuneta, cerca de Cacheiras”.
“¿Y sabes quién lo mató?”.
“Sí, era un conocido de la infancia.”
Para su desgracia, mi tío entró en la historia escrita de la Galicia que buscaba su identidad al márgen del poder central. “José Devesa Areosa. Asasinado po-los fascistas no 36”. José Devesa Areosa, aunque le conocían como Pepiño Areosa. Así se le recuerda en el pequeño monumento que en honor de Angel Casal y mi tío Pepiño hay en la curva de Cacheiras, donde todos los años el 20 de agosto se celebra un pequeño homenaje en memoria de ambos.
Mi tío Pepiño Areosa, hermano de mi padre.
Un día, varios años más tarde mi padre llegó a comer pálido y desencajado.
“¿Qué pasa?”.
“Vengo de operar al asesino de mi hermano, tenía una perforación de estómago. Fué a vida o muerte”.
“¿Y le salvaste?”.
“Claro, ¿qué iba a hacer?. Me pidió perdón antes de la anestesia”.
“¿Cómo se llama?”.
“Jesús Devesa”.
“Póngase firme al contestar, coño, y cuando acabe la frase diga señor.” “A ver, ¿cómo se llama?”.
“Jesús Devesa”.
“Mira chaval, aquí no juegues que te expones a algo gordo. Estoy hasta los huevos de los niños bonitos que jugáis a ser rojos”.
“No sé por qué estoy aquí”.
Estaba, con otros compañeros, en la Brigada Político Social, en los bajos del Palacio de Rajoy sede del Ayuntamiento de Santiago, detenido, porque como delegado de curso en segundo de la carrera, había votado contra el SEU (Sindicato Español Universitario) y a favor de la huelga en la Facultad.
“¿Tu padre es médico?”.
“Sí”.
“¿Cirujano?”.
“Sí”.
“¿Es de Santiago?”.
“Sí”.
“¿Y tú sabes lo que le pasó a tu tío?”.
“Sí”.
“¿Quién te lo contó?”.
“Mi padre”.
“¿Te dijo quién lo hizo?”.
“No”.
“Bueno, lárgate y no sigas jugando, no vaya a ser que acabes como tu tío. Por de pronto aquí ya estás fichado”.
Angustia y desazón. Ya estaba fichado, pero ¿por qué?, ¿qué significaba?, ¿qué es lo que había hecho?, ¿cuál iba a ser la repercusión en la carrera?. Aquella misma noche nos fuímos a ver a Echeverri, nuestro catedrático de Anatomía, Rector de la Universidad. Era la mejor hora, porque Echeverri operaba de noche, siempre, en la clínica que tenía al lado del Banco de Bilbao.
“A ver Devesa, ¿qué se fracturó ahora?”.
En los últimos seis meses me había escayolado dos veces, la pierna izquierda primero y el codo después, cosas del fútbol.
“Doble ya, doble el codo, con fuerza hombre, con fuerza”.
“No puedo Don Angel, me estoy mareando con el dolor”.
“Lo que tiene que hacer es dejarse de tanto fútbol y estudiar más”.
Caí al suelo redondo, Don Angel había acompañado sus consejos con un fuerte tirón del codo hacia abajo. Tras dos meses de escayola, el brusco movimiento de la articulación anquilosada me había hecho ver las estrellas, pero el codo se recuperó.
“No hay ninguna fractura Don Angel, venimos de la policía, de la Brigada Político-Social, estamos fichados, y queremos que Vd. como Rector lo sepa y nos diga qué va a pasar con nosotros ahora”.
Sin contestar se dió la vuelta y fué a hacer una llamada por teléfono. Mientras le esperábamos, preocupados, aparecieron por allí los dos enormes dogos grises que siempre estaban a su lado. Los perros nos olían, una y otra vez, de uno a otro y vuelta a empezar. La espera se nos hizo interminable, aunque probablemente no pasaron más de cinco minutos hasta que volvió.
“Bueno, váyanse a sus casas, y no vuelvan a meterse en chiquilladas, que no está el país para tonterías”.
Mientras oía al guía, en la frontera pirenaica, no sabía que años más tarde iba a ser fichado por alguno de los que participó en el asesinato de mi tío, incluso podía ser el propio ejecutor, pero sí recordaba con angustia lo que mi padre me había contado. Tampoco sabía que iba a vivir una angustia similar cuando muchos años después, ví en Copenhague, a los tres días de haber conocido a Konna, la guía, la impresionante escultura de la madre anónima con su hijo muerto entre sus brazos: «Les fils mortes» (“Los hijos muertos”). “Madrid, Jarama, Belchite, Teruel…”, nombres españoles de introducción para un recordatorio en danés a los voluntarios de aquel país que habían muerto en España luchando contra Franco en las Brigadas Internacionales.
Monumento a las Brigadas Internacionales en Copenhague: “Los hijos muertos”.
Eran los nombres de las batallas donde cientos o miles de ellos se habían quedado por defender una idea combatiendo en una tierra que no era la suya. Igual que me había ocurrido en los Pirineos un nudo se me atravesó en la garganta al contemplar aquella estatua, imágen viva de la tristeza por la injusta y estúpida muerte de algo querido.
Tristeza y vergüenza; la tristeza de la imaginación del sufrimiento y la vergüenza de sentirme perteneciente a la España que no había sido capaz de alcanzar la armonización o, al menos, el respeto a las ideas. Matar por hablar; matar por callar; matar por pensar diferente; matar por matar. Esa era la sensación que el guía francés nos transmitía sobre la España que teníamos frente a nosotros, a un paso en el paso. Aunque no quería mis ojos se iban llenado de agua. Tienes que aguantar, ya hiciste bastante el idiota hoy, pero ya no podía más.
“J’ai froid”(“Tengo frío”).
La mano de Marianne había cogido la mía y comenzado a apretarla muy suavemente mientras se apoyaba contra mí. No era cierto, no tenía frío; su mano era cálida y acariciante como su voz. No le contesté, ni siquiera la miré. No podía hacerlo, pero tampoco ella me miraba, no hacía falta… Me había cogido de la forma más natural; se apretaba contra mí de la forma más natural. Había entendido lo que pasaba y yo entendía el por qué actuaba así. Prácticamente no nos conocíamos y sin embargo, en muy pocas horas había sido capaz de captar y ayudarme, por dos veces.
Su mano, tan suave, tan cálida, ya no me dejó hasta que subimos al autobús para volver. Una vuelta de dos horas en silencio. Dos horas sin cruzar palabra, prácticamente; de vez en cuando se volvía hacia mí y sonreía, nada más.
Monsieur le Directeur no estaba en el Liceo cuando llegamos, por lo que la penca se quedó con las ganas de organizármela. Me alegré porque tampoco estaba yo de humor como para aguantar a aquel francés seboso y chauvinista como ninguno.
Al acabar la cena, Marianne se acercó a mi mesa y me dijo:
“C’est la nuite des feux, c’est la nuite de joie. J’aimerais etre avec toi, parler avec toi”.
“Moi aussi avec toi”.
“¿Onze heures?”.
“Oui, ¿mais oú?”.
“A le grand arbre qui est au fond du parc”.
“Onze heures. Je serais lá”. («Es la noche de los fuegos, la noche de la alegría. Me gustaría estar contigo, hablar contigo.» «A mí también contigo». «¿A las once?». «Sí, ¿pero dónde?». «En el árbol grande que está al final del parque.» «A las once. Allí estaré.»).
Marianne. Parque del Liceo francés. Pau. Francia. 1960.
Las puertas del Liceo no se cerraban por la noche. Había un vigilante que impedía que los pequeños saliésemos a partir de las diez y media, pero siempre era fácil despistarlo. Por ejemplo con una pelea en las escaleras que daban al hall por donde él paseaba.
“Jürgen, j’ai besoin de toi. Je dois sortir cette nuit.”(«Jürgen, te necesito. Tengo que salir esta noche»).
A las once menos diez se había montado una auténtica batalla campal iniciada por Jürgen y Brian y seguida por otros muchos de los que la mayoría desconocían que sólo se trataba de despistar al vigilante. Los insultos y revolcones fueron pasando de fingidos a reales, porque los que se iban metiendo participaban en serio. No era ya mi pelea, así que aproveché para salir sin problema alguno.
“Viens ici, a mon coté, prés de moi”. («Ven aquí, a mi lado, cerca de mí.»).
Marianne estaba sentada en un hueco entre las raíces de aquel enorme árbol contra el que apoyaba su espalda. La niebla del día había dado paso a una noche despejada en la que miles de estrellas parecían celebrar con sus guiños la fiesta de San Juan.
De nuevo sentí la calidez de su mano mientras acariciaba mi cara al hablar. Mi cabeza descansaba ahora en su vientre, fuerte y plano. Mi mejilla derecha sentía el suave roce de sus pechos al respirar. Era una sensación placentera, totalmente distinta a la de esa mañana en el autobús; quizás porque ahora la conocía, y quizás también porque seguía triste. También Marianne estaba distinta. Era ella quien hablaba, era ella quien pasaba su mano por mi cara, era su mano la que hacía nudos con mi pelo, pero también ella estaba triste. Añoraba la noche de San Juan en las playas de Helsinborg. Las hogueras que celebraban la noche más corta del año en un país en el que el sol empezaba aquel día su nuevo recorrido por el horizonte sin haber finalizado el anterior. Sensaciones de vida continua en la noche que no lo es. Más todavía más al Norte, en el reino de los hielos, donde viven tribus primitivas al ritmo que los renos les marcan. El país de los dioses mitológicos; el reino de los trolls, esos pequeños seres malignos que por las noches salen a la busca de doncellas.
“And just in front of us the casttle of Hamlet, in Helsingørg, Dannmark”.
“Tu l’as dit en anglais, ¿pour quoi?”.
“Je ne le sais pas”. («Y justo frente a nosotros el castillo de Hamlet, en Helsingørg, Dinamarca.» «Lo has dicho en inglés, ¿por qué?». «No lo sé»).
“Y después el sol se va muriendo, poco a poco hasta desaparecer.”
“Presque quatre mois sans lumiére naturelle; cést trés dur, mais je láime”. («Casi cuatro meses sin luz natural; es muy duro, pero me gusta»).
Marianne. Suecia 1961
Marianne me enseñó aquella noche todo lo que en los libros no se aprende de Suecia; nunca lo olvidé. Por éso en Helsingørg me acordé de ella, la dulce y preciosa Marianne. Y también por éso cuando, días después, volaba de Copenhague a Tromsø, al Norte de Noruega, recordaba el sol de medianoche, la vida continua en la noche que no lo era, el reino de los trolls, todo lo que Marianne me había contado muchos años atrás. Todo era cierto; tuve ocasión de comprobarlo. El sol, tras un pequeño amago de retirarse a descansar bajo el mar iniciaba su lento ascenso en el horizonte sin haber llegado a mojarse; los pájaros cantaban las 24 horas sin interrupción y hasta la hierba parecía crecer de minuto en minuto.
“Je t’aime Marianne”.
“Je t’aime aussi, Jesús; je suis trés bien avec toi”.
Eran ya las 4 de la mañana. Hacía frío, pero no lo sentíamos. Era su cabeza quien se apoyaba ahora en mi vientre, y era mi mano la que recorría ahora su cara, quien jugaba con su pelo y acariciaba su cuerpo. Nunca antes, era la primera vez, pero todo era natural. Entre los dos se había establecido una corriente mágica que continuamente circulaba de uno a otro sin parar. Ya no nos separamos hasta que el curso acabó en el Liceo. Yo la quería y ella a mí, pero por encima de todo éramos amigos. Era como si cada uno de nosotros permanentemente supiese qué quería o qué le ocurría al otro. Hablábamos mucho, tumbados en la hierba, o paseando durante horas; pero a veces tampoco hacía falta hablar. Estábamos bien juntos, bastaba con éso.
Una tarde en el Liceo, con Marianne. Pau. Francia. 1960.
Incluso las tardes que yo jugaba al fútbol, no con si no contra los franceses, ella permanecía en la banda como la más interesada aficionada, aunque ese era el único deporte que no le gustaba.
“Je ne comprends pas la morte; ¿qu’est ce qu’il y a aprés mourir?”.
“Je ne comprends pas la vie, Jesùs, la naissance. C’est un mystére fascinant”.
“Mais, ¿pour quoi on nait pour mourir?; je crois qu’il s’agit d’une contradiction. J’aime la vie et j’ai peur de la morte”.
“Si l’on accépte la naissance on doit accepter la morte, c’est un cycle naturel que nous devons suivir”. («No entiendo el por qué de la muerte; ¿qué es lo que hay tras morir?». «Tampoco yo entiendo la vida Jesús, el nacer. Es un misterio fascinante.» «Pero, ¿por qué nacer para morir?; creo que es una contradicción. Amo la vida y temo la muerte». «Si uno acepta el nacer debe aceptar el morir, es un ciclo natural que debemos seguir»).
Dos adolescentes que nos preocupábamos por un pasado desconocido y un futuro incógnito, pero nos sentíamos bien así. Cualquier cosa servía para unirnos más y más cada vez.
“J’aime les papillons, elles sont si deliquées, si jolies”. («Me gustan las mariposas, son tan delicadas, tan bonitas»).
En sus manos aleteaba una pequeña mariposa que con mimo había recogido de la hierba. La acariciaba con la yema de su dedo incitándola a volar, pero la mariposa había perdido el polvillo mágico que las hadas del bosque habían puesto en sus alas al nacer, así lo decían en Suecia, y todos sus intentos eran inútiles. Con el mismo cuidado que la había recogido la depositó en una rama, oculta …”il faut eviter les oiseaux” (“hay que evitar a los pájaros”), mientras fruncía su nariz respingona marcada por las pecas del escaso sol del verano francés. Y después sonreía, medio enseñando sus dientes tan blancos como su piel. Dientes como la nieve bajo unos labios del el color de las fresas salvajes de su país. Eran gordezuelos, perfectamente dibujados, y cálidos, como sus manos y su voz, como todo en ella lo era.
“Je t’aime Marianne”.
El azul de sus ojos se pintaba entonces con el fuego del sol del atardecer mientras entrelazaba sus manos a mi espalda y apoyando la cabeza contra mi pecho me susurraba:
“Moi je t’aime aussi Jesús”.
Al principio me había resultado difícil entender que Marianne me quisiese como yo a ella. Era tan guapa, tan esbelta, tan delicada pero fuerte, sensible, inteligente, alegre, comprensiva, intuitiva, cálida; todo lo que un adolescente puede soñar en reunir en una chica se daba en Marianne. No había otra en el Liceo como ella. Era distinta a todas. Su forma de hablar, de vestir, de sonreir, la clase con que siempre trataba a todo el mundo, fuese quien fuese y pasase lo que pasase. Allí había americanas, españolas, europeas de todos los países, hasta japonesas, de todas las edades y con una educación esmerada como característica común, pero ninguna podía competir con Marianne, en nada. A sus dieciséis años tenía la gracia de una adolescente mezclada con la sabiduría de una adulta. De ella nacían el estilo y la clase como algo natural, sin artificios. Siempre sabía estar sin necesidad de esforzarse para hacerlo. Le gustaba la naturaleza, todo lo que con ella se relacionase; cualquier clase de animales…
«C’est un pauvre souris, seulement; il a peur de nous». («Tan solo es un pequeño ratón; tiene miedo de nosotros»).
El ratón había aparecido a sus pies, de entre la hierba donde estábamos sentados, y nos miraba temblando, se había quedado paralizado por el susto. Sólo sus grandes orejas se curvaban hacia nosotros como tratando de entender qué es lo que pensábamos hacer con él. Los ojos de Marianne clavados en los del pobre ratón reflejaban una inmensa dulzura…
«soyez tranquille, nous sommes tes amis». («Tranquilo, somos tus amigos»).
A Marianne le gustaba leer, sobre todo en inglés; le gustaba la música, la danza. Verla y oirla cuando tocaba el piano era una delicia para los sentidos.
«Ecoute ça…» (“Escucha ésto…”).
Sus largos dedos se movían entonces por el teclado con la misma gracia y delicadeza con la que ella lo hacía al andar.
«C’est trés jolie, mais il est la premiére fois que je l’ecoute». (“Es muy bonito, pero es la primera vez que lo oigo”).
«Moi aussi». (“También yo”).
Una vez más había improvisado. Aunque era capaz de tocar obras complejas le gustaba más componer, sin partitura, sobre la marcha, en función de sus sentimientos del momento. Muchas de las lluviosas tardes de aquel verano en Pau las pasamos encerrados en la sala de música del Lycée, a veces se sumaban Jürgen y Konna, y también otros a los que no conocía. Incluso algún español con guitarra, y hasta llegué a tocar el acordeón, uno viejo del Liceo, en una fiesta improvisada en la que distintos representantes de los muchos países que allí había aquel verano interpretaron, con mayor o menor acierto, piezas folclóricas de sus tierras que, sin duda, añoraban en la hostilidad francesa.
«J’aime jouer Chopin, les nocturnes, mais sur tout Rachmaninoff, le Concérte nº 1 pour piano et orchestre, malgré sa difficulté.» (“Me encanta tocar música de Chopin, los nocturnos, pero sobre todo Rachamaninoff, el Concierto nº 1 para piano y orquesta, a pesar de su dificultad.”)
Marianne. Liceo francés. Pau. Francia. 1960.
Disfrutaba paseando por el campo, pero más aún nadando en alguno de los arroyos que por alí había, cuando no teníamos clase y nos permitían salir. Su cuerpo, en bikini, era el de una gacela, esbelta, pero fuerte; dura pero armoniosa. Todo en Marianne era perfecto. Le gustaba hablar, pero siempre para después escuchar. Se fijaba en todo y todo le llamaba la atención. Era soñadora, pero real; idealista, pero práctica. No había nadie como ella.
“Elle est trés charmante” (“Es encantadora”).
“Je le sais, Jürgen; c’est pour ça que je ne peux pas comprendre comme est ce qu’elle est avec moi, je suis encore un garçon” (“Lo sé Jürgen; por ello no puedo entender el por qué ella está conmigo, soy todavía un crío”).
“Peut etre, mais tu as eu le premier garçon pour moi, et je suis trés heureux avec toi. Tu est trés different aux autres. Je t’aime” (“Puede ser, pero tú has sido mi primer chico y estoy muy a gusto contigo. Eres muy diferente a los otros. Te quiero.”).
Marianne era la menor de tres hermanas. Su padre era arquitecto y su madre psicóloga. Parecía llevarse muy bien con ellos. Su casa, en Helsingborg, estaba cerca del puerto. Era muy antigua, de mil quinientos y pico, toda ella de madera pintada en amarillo claro, según me contó. Un contraste para mí extraño por lo desconocido, del que sólo comprendí la armonía visual que en las casas nórdicas había cuando por fin, muchos años después, las ví al natural. Los fines de semana, en cuanto llegaba el verano, los pasaba en otra casa que tenían en una pequeña isla cerca de la costa. Allí navegaba, a vela, y jugaba con su perro a ser perseguida por las gaviotas alteradas porque revisaba sus nidos dispersos a miles entre los hierbajos por los arenales de la isla.
Marianne en su isla sueca
«A juillet c’est trés jolie voir la mére cannard quand elle est a nager suivi pour tous ses poulains. Il y a beaucoup d’eux lá» (“En julio es precioso el ver a la madre pato nadando seguida por sus polluelos”). Qué gozada, poder ver los patos salvajes con sus crías. En Vigo sólo los había en las Cíes y, sobre todo, en los islotes que estaban al lado de San Simón, al final de la ría, pero era difícil verlos. Pero años después los ví, en Noruega, en la Isla del Verano a unos kilómetros de Tromsø. Una preciosidad el ver como la madre cruzaba la carretera seguida de sus crías, en fila de uno, hasta llegar al agua. Por cierto, aquel día estuve a punto de ahogarme en el mar que rodeaba aquella isla. Arthur me lo había advertido: “No te metas que el agua está helada”. Pero hice caso omiso, la temperatura exterior era de unos 4ºC, pese a que era julio y el sol lucía brillante a las 12 de la mañana. Entré en el mar, pero cuando el agua me llegó a la altura del pecho creí que me moría congelado. No era capaz de moverme, mientras en la playa de aquella isla, Ana, Arthur y Astrid, me miraban con cara de susto. “Sal, sal…”, pero no podía dar un paso hasta que decidí sacar las fuerzas que me quedaban y logré volver a la orilla, helado. Y pocos minutos más tarde otra tontería. La isla estaba llena de todo tipo de aves marinas que, por la época del año, habían llenado la arena con sus nidos. Como buen amante de los pájaros se me ocurrió acercarme a verlos y entonces ocurrió lo que había visto en una película de Hitchcock, Los Pájaros; al acercarme a los nidos cientos y cientos de aves de todo tipo, pero sobre todo gaviotas, comenzaron a abalanzarse en picado sobre mí, con fuertes graznidos. No llegaron a picarme, porque enseguida me dí cuenta del peligro que corría y volví con mi esposa y mis amigos noruegos. “Estás loco”. “No, me gustan las aves y tenía curiosidad.”
Somarøya (Isla del Verano). Tromsø. Noruega 1987.
La última tarde en el Liceo no fué triste como me temía. Entre nosotros había nacido algo muy fuerte que ninguno de los dos sabríamos como explicar, pero que nos hacía ver la separación como algo pasajero. Al día siguiente ella se iba en tren a París para desde allí volar a Suecia. Yo volvía a Vigo con mis padres, mi hermano y un primo, en coche. Una pena porque había invitado a Jürgen a pasar una temporada en Vigo, con nosotros, pero no había sitio para él en el coche.
Pasamos la tarde sentados bajo el gran árbol del parque, haciendo planes para un futuro que nunca llegaría. Marianne quería estudiar Biología; en dos años entraría en la Universidad.
“Aprenderé bien l’espagnol, et j’etudierai á l’Espagne, avec toi” (“Aprenderé bien el español y estudiaré en España, contigo”).
“Non, j’etudierai á la Suéde”(“No, yo estudiaré en Suecia”).
“Le suédois c’est trés difficile pour les latins”(“El sueco es muy difícil para los latinos”).
“Mais tu m’aiderais, ¿n’est ce pas?” (“Pero tú me ayudarás, ¿no?”).
“Oui, alors une année a chaque pays”(“Sí, entonces un año en cada país”). Los dos nos echamos a reir porque eso sí que no tenía sentido.
Después de la cena volvimos al parque, ya no había que escapar del vigilante, era la última noche y no podía haber represalias. Prácticamente no volvimos ya a hablar. Ambos éramos conscientes de que nos quedaba muy poco ya juntos, quién sabe hasta cuándo no volveríamos a vernos. Fué la única vez que la ví llorar. Lloraba en silencio, sin palabras; sus lágrimas caían despacio, muy lentamente, mientras, como le gustaba estar, su cabeza descansaba en mi pecho. Fué todo aquella noche, hasta que volvimos al Lycée, pero valió más que cualquier otra cosa.
«Au revoir Marianne. Je t’aime».
«Au revoir, Jesús. Je t’aime aussi».
A ninguno de los dos le importó que el vigilante nos observase mientras nos besamos. Era un beso de cariño compartido, era el beso del primer amor para los dos. Su último gesto fué pasar su mano por mi cara, muy lentamente, hasta que se dió la vuelta para subir por las escaleras de enfrente, las que llevaban a los cuartos de las chicas. Me quedé en el hall viéndola marchar escaleras arriba. En el último peldaño se giró y sonrió, pero su sonrisa ya no era la de siempre.
Me llevé a Marianne en el recuerdo para Vigo. Ninguno de mis amigos oyó nunca hablar de ella. Marianne era especial, hablar de ella significaba compartir mis sentimientos y, en cierta manera compartirla con otros. No hablar de ella, con nadie, era conservarla sólo para mí.
Durante dos años nos escribimos, cada semana más o menos. Pese a que los dos habíamos cambiado al crecer y madurar era como si el tiempo no hubiese pasado. Cada carta era un calco de la anterior, desde el principio. Cartas largas, llenas de cariño, de añoranzas, de sentimientos. En todas había un recuerdo del gran árbol del parque; el árbol de la primera y de la última noche.
Marianne ya escribía en español, correctamente. Había empezado la Universidad, en Estocolmo, Biología como quería. Yo sólo sabía cuatro palabras de sueco. Estaba en Madrid, interno en el que decían era el mejor centro de enseñanza del país, hijo natural de la Institución de Libre Enseñanza de la que habían salido las mentes más brillantes en la España republicana. Pero aquéllo era ahora una cueva de una secta, algo que yo desconocía cuando me enviaron allí a estudiar Preuniversitario. Quería entrar en la Escuela de Ingenieros Agrónomos, en Madrid, para lo que había que cumplir dos requisitos imprescindibles: hacer el Preuniversitario en Madrid y tener una media muy alta que permitiese afrontar el exámen de ingreso en la Escuela con unas ciertas garantías. Esas garantías las daba el estudiar en aquel Instituto; allí sólo entraban los mejores expedientes de España y como a tales les exigían.
No sabía que el Instituto era sectario, por éso hacían una selección tan cuidadosa de quien allí podía entrar. Los tentáculos del pulpo habían comenzado a moverse para formar una generación de adictos, los mejores, que en pocos años pudiese gobernar el país desde y en todas las esferas, a su gusto.
Nunca había oído hablar de aquella secta. A los dieciséis años había cosas mucho más importantes de las que preocuparse, como el fútbol, por ejemplo, y Marianne, por supuesto. Pese a la distancia y el paso del tiempo sin vernos más que a través de las fotos que de vez en cuando intercambiábamos, nuestra relación seguía siendo la misma. Para mí no había habido otra chica, no me hacía falta, la tenía a ella aunque estuviese lejos. Ella me decía lo mismo, y le creía porque sabía como era.
Entré en aquel Instituto con mal pie, y salí, antes de acabar el curso, peor aún. ¿Cómo se puede expulsar a un alumno en plenos exámenes de ingreso en la Universidad?. ¿Cómo se puede justificar la expulsión diciendo que es un rebelde permanente, que no respeta a nada ni a nadie, mal ejemplo para sus compañeros?. ¿Cómo se puede decir éso del que obtiene una de las máximas calificaciones en la Universidad de Madrid en el exámen de ingreso?. ¿Dónde estaba la rebeldía del que tres meses antes había representado al Instituto en la prueba del Premio Extraordinario Nacional de Bachillerato?. Yo odiaba el sectarismo y la mentira. No soportaba la hipocresía. No creía en la religión y mucho menos en los curas disfrazados de seglares. Santa colección de cínicos retrasados mentales.
“Muy Sres. míos, como Secretario del Instituto me veo en la triste obligación de comunicarles que su hijo Jesús ha tenido que ser expulsado del internado y del Instituto. Lamentablemente el comportamiento de su hijo ha sido desastroso desde que ingresó en este Instituto. Permanentemente ha representado un mal ejemplo para sus compañeros, que veían en él un joven indolente, poco estudioso, sin ambiciones, que para nada cumplía con las reglas por las que se rige esta institución. Siento informarles que el camino que él ha tomado en su vida nunca le llevará a nada provechoso, aunque sinceramente deseo que todavía estén Vdes. a tiempo de hacerse cargo de la situación y enderezarle, lo que dudo. Carece de fuerza de voluntad, de espíritu de sacrificio; su vida carece de valores. Les saluda atentamente. Pedro Dellmans. Secretario del Instituto….” (prefiero no citar el nombre para evitar más malos recuerdos de allí).
Afortunadamente la carta llegó a Vigo al mismo tiempo que otra con las calificaciones del exámen de ingreso en la Universidad de Madrid: Alumno —- Jesús Devesa Múgica. Instituto… Calificación: 9.5.
Tras leer una y otra mi padre decidió remitirle una pequeña nota a Don Pedro Dellmans en la que solamente le decía: “Le agradezco su información, aunque siento que esté usted tan equivocado. Adjunto las calificaciones recibidas por mi hijo Jesús.”
Ya no hubo respuesta.
En el Instituto estaban muy intrigados con las cartas de Marianne. “Le escribe una sueca…”, “otra carta de la sueca…”, “Devesa, ¿quién es la sueca esa que le escribe?, ¿de qué la conoce?”. “Estamos muy preocupados con Vd. se pasa el día pendiente de saber si tuvo correo en vez de ocuparse de cosas más serias”.
Nunca contesté a ninguna de aquellas preguntas. Sencillamente callaba. ¿Qué iba a decir?, ¿a quién le importaba y quién iba a entender?. Las suecas eran todas iguales, carne fácil que venían a España buscando guerra. Ya se veía en las películas. Unas lujuriosas impresentables, eso pensaban aquéllos impresentables.
Había llegado febrero. Nevaba y hacía un frío tremendo. Estaba triste y preocupado, hacía ya días que no sabía nada de Marianne. “¿Hay correo para mí?”. “Sí, pero hoy no es de la sueca, ésta viene de Dinamarca”. Ya habían mirado y remirado a ver quién me escribía.
“Qué raro, tan sólo en dos o tres ocasiones me había escrito con Konna en los dos años pasados”. Me encerré en la habitación y abrí la carta con ansiedad.
“Dear Jesús, this is the worst news I have had to give someone in my life. Marianne is dead. She was killed by a brain tumor, which was discovered three months ago. Nothing to do. Her father sent me a letter from her to you. I can’t continue. Marianne was my best friend. Kisses. Konna.”(“Querido Jesús, ésta es la peor noticia que he tenido que darle a alguien en mi vida. Marianne ha muerto. La mató un tumor cerebral, que fué descubierto hace tres meses. No se pudo hacer nada. Su padre me envió una carta de ella para tí. No puedo continuar. Marianne era mi mejor amiga. Besos. Konna”).
La letra era temblorosa y desalineada,
“Jesús hay poco ya para mí. No te lo había dicho porque confiaba que todo saldría bien, que era un mal sueño del que en cualquier momento despertaría, pero ya sé que no es verdad. Me gustaría tenerte aquí a mi lado, viéndote y oyéndote, sintiendo tu cariño, con mi mano en las tuyas. Mais, cést ne pas possible. Je me souviens de Lourdes, de la nuit de Saint Jean, je me souviens de toi, parce que je t’aime. Je prefére te le dire en français, comme la premiére fois. Je suis trés triste. Je ne sais pas si le soleil reviendra une autre fois á mon ciel; il est encore sur la mer, mais il n’y a pas que d’ocurité au ciel et a ma téte. Il á eté merveilleux te connaitre. Tout a été merveilleux à ton coté. Personne comme toi, jamais. Tu le sais. Ne m’oublie pas Jesús, je te chercherai quelconque soit le lieu oú que je sais que partirai en peux jours. Je ne t’oublierai jamais. Je t’aime Jesús. Je t’aime. Marianne.”(“Pero ya no es posible. Me acuerdo de Lourdes, de la noche de San Juan, me acuerdo de tí, porque te quiero. Prefiero decírtelo en francés, como la primera vez. Estoy muy triste. No sé si el sol volverá alguna vez a mi cielo; todavía está sobre el mar, pero no hay más que oscuridad en el cielo y en mi cabeza. Ha sido maravilloso conocerte. Todo ha sido maravilloso a tu lado. Nadie como tú, nunca, lo sabes. No me olvides Jesús te buscaré desde cualquier lugar en el que me encuentre, al que sé que partiré en pocos días: Nunca te olvidaré. Te quiero Jesús. Te quiero. Marianne”).
Las lágrimas caían a chorro sobre la mesa, mientras con la cabeza metida entre los brazos me decía una y otra vez que era imposible. Marianne no podía haber muerto, Marianne era la vida. Marianne llámame, dime que no es cierto, que es todo una broma para ver cómo reacciono, para saber lo que te quiero. Por favor, Marianne…
“¿Usted no oyó la llamada para la cena?. Baje al comedor inmediatamente, ya sabe además que está prohibido estar en las habitaciones a estas horas”.
“No voy a cenar, no tengo hambre”.
“Vaya, ya está el gallego con la puñetera morriña. ¿Te hace llorar el recuerdo de la tierriña mocoso?. Los hombres no lloran, límpiese la cara y en cinco minutos quiero verle en el comedor”.
Sin contestarle me metí en cama en cuanto salió de la habitación. ¿Qué iba a hacer ahora?. Por mi cabeza pasaban una y otra vez miles y miles de recuerdos.
“¿Qu’est ce que vas tu faire, Jesús?, tu est fou” (“¿Qué vas a hacer Jesús?, estás loco”).
“No Marianne, c’est trés facile, je le fais toujours chez moi” (“No Marianne, es muy fácil, lo hago a diario en mi casa”).
“Mais c’est trop haute, c’est dangereux” (“Pero está demasiado alto, es peligroso”). Era lo único que le asustaba, que me balancease con las manos en una rama de un árbol para coger impulso y saltar a otra. “Tu est fou” (“Estás loco”), pero ya riéndose al verme a salvo en el suelo.
Entre recuerdo y recuerdo pasó el tiempo y entraron los tres que compartían aquella habitación conmigo. “Dejarlo, está dormido”. Así no tuve que dar explicaciones.
Una hora más tarde decidí levantarme y escribirle a Marianne, contarle otra vez lo mucho que la quería; dejar plasmado en el papel todo lo que significaba para mí, todo lo que habíamos vivido juntos en aquellos dos meses en Pau, todo… Eso me alivió, al día siguiente le mandaría la carta y entendería que la prueba a la que me había sometido había dado resultado. Marianne no había muerto, todo era una broma para confirmar que seguía queriéndola como al principio.
Doblé el brazo del flexo bien hacia abajo para que los otros no se despertasen y, para mayor seguridad, lo tapé parcialmente con una de las mantas de lana que utilizábamos contra el frío de Madrid. Con todo en orden empecé a escribir, en español, como ella lo había hecho. “Querida Marianne…»
Estaba empapado, me ahogaba, no podía respirar. Temblando por el frío en el suelo del pasillo, por el que todo el mundo andaba a la carrera.
“Abrir todas las ventanas, rápido, que salga el humo. Echarles más agua, que reaccionen…”
Sólo humo, humo gris y denso, que irritaba la nariz y la garganta, toses, ahogos. Escribiendo me había quedado dormido sobre la mesa, no sé cuánto tiempo, hasta que el calor del flexo inició la combustión de la manta. La suerte fué que, al ser de lana, la manta no ardió, aunque la combustión se propagó a las otras que había sobre mi cama produciendo ese humo que había invadido todo el piso superior del internado. Era un sueño dulce, estaba otra vez con Marianne, el ahogo que sentía no me impedía disfrutar de aquel momento. Era la muerte lenta, por envenenamiento con el monóxido de carbono que se desprendía en la combustión sin llama de las mantas.
Nos salvó el sereno del internado, que, ante el fuerte olor a humo que llegaba a la planta baja desde el piso superior, subió a ver qué pasaba. Fué él quien dió la voz de alarma y nos sacó a los cuatro, ya inconscientes, de la habitación. Unos minutos más y seguro que no lo habríamos contado.
Al día siguiente todo el internado seguía oliendo a humo, pero yo ya no estuve allí para disfrutarlo. Desayunábamos a las ocho, en el gran comedor de la planta baja. El silencio era total. No se habla mientras se come; de éso se encargaban los inspectores, aprendices de proselitistas a sus 28-30 años, licenciados en alguna carrera de letras. Sólo la radio con el parte de las ocho daba ambiente al comedor.
Aquella mañana, la primera ya sin Marianne, también el comedor olía a humo. El Director me esperaba en su despacho a la una. “Tenemos mucho de qué hablar usted y yo”. Uno de los dos inspectores de turno encendió la radio, como siempre, y, mientras las válvulas se calentaban, comenzó su vigilancia por las mesas.
Nunca fuí supersticioso; sólo creía en la Santa Compaña, porque así lo había aprendido en El Viso. Nunca creí en el destino, ni en los fenómenos paranormales, pero cuando la radio, ya las válvulas calientes, comenzó a sonar, todas mis convicciones de los dieciséis años que ya tenía se vinieron abajo de golpe. Alguien había dejado el dial cambiado y lo que allí estaba sonando no era el parte, la información político-militar-socio-religiosa de todos los día.
“Cando penso que che fuches, negra sombra que me asombras, ós pés dos meus cabezales tornas facéndome mofa. Cando imaxino que és ida, no mesmo sol te me amosas, i és a estrela que brila i és o vento que zóa. En todo estás e tí es todo,…”(“Cuando pienso que te fuíste, negra sombra que me asombras, al pie de mis cabezales vuelves haciéndome mofa. Cuando imagino que te has ido, en el propio sol te me muestras, y eres la estrella que brilla y eres el viento que azota. En todo estás y tú eres todo,…”).
¿Qué otra cosa podía reflejar mejor mis sentimientos en aquella mañana que Negra Sombra, el poema de Rosalía llevado a la canción escuchada desde niño?. ¿Qué mano meiga había hecho que en una radio de Madrid sonase a esas horas esa melodía gallega de añoranza?.
“No lo cambie».
“Siéntese y acabe, esto no es música es una estupidez”.
“Le estoy diciendo que no lo cambie, coño, es mi música, es la música de mi tierra, y quiero oirla, más ahora que nunca”.
…”en todo estás e tí és todo, no mesmo sol te me amosas, i és o marmurio do río i és a noite i és a aurora. Nin me deixarás tí nunca, sombra que sempre me asombras” (“en todo estás y tú eres todo, en el propio sol te me muestras, y eres el murmullo del río y la noche y la aurora. Ni me dejarás tú nunca, sombra que siempre me asombra”).
La mano izquierda aguantaba el dial en la sintonía, mientras que con la derecha le tenía agarrado, inmovilizado a la distancia del brazo, por el cuello de la camisa. Martínez era inspector, era diez o doce años mayor que yo, pero no tenía mi fuerza, aumentada además por el estado de ánimo en que me encontraba. “Si tocas la radio te parto el brazo”.
La tensión se hizo insoportable; me miraba fijamente, con odio, el odio de la humillación a la que le estaba sometiendo allí delante de los demás. Sabía que me la estaba jugando, pero nada me importaba. Nadie se movió, aunque todos nos miraban, ni siquiera el otro inspector que desde el otro lado del comedor permanecía atento pero sin intervenir. Quizás poque era de Vigo, de una conocida familia de conserveros, y sentía en Madrid aquella música como yo la estaba sintiendo.
Por fin no pude aguantar más, le solté y salí del comedor corriendo y llorando, igual que cuando era un niño. Corriendo y llorando atravesé el patio nevado del colegio y entré en Serrano. Corriendo y llorando llegué hasta el Retiro en donde me senté bajo un árbol cubierto por la nieve. Era el llanto de un niño, pero quien lloraba era un hombre; el llanto por la pérdida de la mujer que quería. «Marianne, Marianne, je t’aime Marianne». «Si es que existes eres un cabrón, Dios de los imbéciles, ¿cómo has matado la vida?. Marianne era la vida.» Las únicas frases que una y otra vez era capaz de repetir.
«Los caminos del Señor son inescrutables, aunque a veces no lo entendamos; lo hace por nosotros. Su Hijo murió por salvar a la humanidad, ¿quiénes somos nosotros para reclamarle nada?».
«No es cierto, nada es cierto, nada es cierto…».
Diálogos en el interior entre el subconsciente bombardeado durante la infancia y el corazón dañado por la noticia.
«Don Agustín es que no soy capaz de que me entre en la cabeza. No puede haber ángeles, no puede haber un Dios que crea para castigar después. Ese Dios, si existiese, no sería justo. ¿De qué me vale que me haya dado la vida si después me va a condenar al infierno para toda la eternidad?».
«Sólo tienes 12 años, Devesa, y no puedes entender que los designios del Señor son inescrutables para la naturaleza humana, ya lo hablaremos con calma en los próximos días, pero no vuelvas a decir en clase nada del tipo de lo que hoy dijiste porque tendría que volver a expulsarte». «Los ángeles son nuestros cuidadores, son la guarda que Dios dispuso para protegernos de las continuas acechanzas del demonio. Ellos nos protegen y nos salvan del castigo eterno, del infierno». «¿Qué quieres Devesa?».
“Que no lo entiendo y no lo creo. No creo que exista el infierno, no sería justo, y por éso no creo que existan los ángeles y menos aún el demonio».
«Pues tienes que creer».
«Pues no creo».
«Sal de clase».
Don Agustín era sacerdote, mi profesor de Religión en el Instituto de Vigo, en segundo de Bachillerato. Era muy recto, muy estricto; buena persona pero un fanático creyente. Inteligente y distinguido, pero un cura preconciliar. Curiosamente acabó dándome matrícula en Religión.
Aquél día en Madrid a las cuatro y media de la tarde, triste, aturdido y muerto de frío, volví al Instituto. No tenía otro sitio adónde ir.
“Devesa sube a mi habitación, quiero hablar contigo”.
Reparaz era el único inspector que me caía bien. Era un tío noble, con buena pinta, era gimnasta y nos daba clase de gimnasia a los ocho o diez que a las siete menos cuarto de la mañana nos atrevíamos a cruzar el jardín helado del Instituto para llegar al gimnasio todavía más helado. Una hora de espalderas, barras, paralelas, carrera, saltos. “Hay que llegar al final, venga que sólo quedan diez metros”. Las manos congeladas haciendo de pies, aguantando el peso del cuerpo, se negaban a hacer un movimiento más por la escalera clavada en el techo. “Venga, ¿es que sóis nenitas?”. Siempre me habían gustado el ejercicio y el deporte, pero la gimnasia con Reparaz era durísima. Así había podido inmovilizar al inspector aquella mañana.
“Devesa, me dijo, se ha propuesto tu expulsión del Instituto, por lo de anoche, pero sobre todo por lo del desayuno de hoy. De momento te han salvado las notas. El Instituto necesita calificaciones altas como las tuyas, y además está el Premio Extraordinario de Bachillerato al que el Instituto te presenta dentro de quince días. Siendo muy grave lo que hiciste se queda entre nosotros, no saldrá de aquí. La imágen externa del Instituto es lo que más cuenta de momento y una expulsión significaría un fracaso en la selección de alumnos. Por éso el señor Magariños, que al fin y al cabo es el que manda, propuso que momentáneamente se dejase en suspenso tu expulsión, y a cambio, como castigo, te vas a quedar dos meses sin salir los domingos.”
“No sé qué pasa contigo, continuó; yo no creo que seas mal chico. Haces deporte; eres de los pocos a los que les gusta la gimnasia conmigo, y juegas en el equipo de fútbol del Instituto. Tienes muy buenas notas, pero todos los profesores y los que estamos a vuestro cuidado en el internado dicen que eres un rebelde incorregible y que no se te debe seguir consintiendo sin un castigo ejemplar. ¿Por qué?, ¿qué te pasa?.”
Reparaz era un buen tío. Noble, serio pero amable; y además no creo que fuese de la secta. Sus explicaciones sobre Brigitte Bardot en los años en que acababa de surgir el boom de la francesa lo indicaban bien a las claras. “Está muy buena, sobre todo de pechos, pero tiene las piernas demasiado delgadas”. Palabras de experto en la materia que convenció a casi todos los que con él en la habitación hablábamos de la francesa que enloquecía a medio mundo a principios de los sesenta. A mí sí me gustaban las piernas de la BB, y a Viqueira, de origen gallego, también. Pero bueno, éso no era lo importante; lo que sí estaba claro es que Reparaz tenía preferencias sexuales y las manifestaba.
“No sé lo que me pasa. Echo de menos mi tierra, mi gente. El campo, el azul del mar y el verde de la tierra, el canto de los búhos que por las noches oía desde la ventana de mi habitación en casa, la lluvia, mis amigos, la libertad de pensar del Instituto de Vigo donde estudié. No me gusta vivir aquí encerrado entre estos muros. No me gusta salir al cine o a pasear por Madrid. No me gustan los coches, la gente, el ruído. No me gusta el que no me dejen pensar por mi cuenta, el bombardeo continuo, la inquisición. No me gusta que todos los días me pregunten por qué no fuí a la capilla a las nueve de la noche; no me gusta que me prohiban entrar en la habitación salvo para dormir. No me gusta nada de lo que aquí vivo. Pero no protesto, no discuto, lo único que quiero es poder vivir a mi aire. Estudiar cuando quiero hacerlo, no hace falta que nadie me obligue a unas horas determinadas. Voy a las clases, aunque la mayoría no me gustan. El de Física es un desastre, el de Ciencias sólo habla de lo que no conoce. Y además…»
“Bueno, bueno, calma. Puede que tengas razón en algunas cosas de las que dices. Pero eso no justifica tu actitud. Yo creo que tu mayor problema es la edad en la que estás; la primera vez que sales de casa, del ambiente en el que te criaste. Todo es distinto, a mí también me pasó, pero hay que saber amoldarse. Ya estamos en febrero, llevas cinco meses aquí; tuviste tiempo sobrado para adaptarte.”
“No es la primera vez que salgo de casa. Estuve un tiempo largo en Francia, cuando tenía catorce años. Es ésto lo que no me gusta. Nada de aquí. El engaño con el que me llevaron a aquel piso a los pocos días de llegar, ‘una reunión muy interesante, ya verás’; el vacío que me hicieron después de que me levanté y me marché.”
“Chus, aún es temprano. Hay permiso del colegio”.
“No soy Chus, me llamo Jesús, y no sé si es temprano o tarde, pero tampoco me importa, me voy porque ésto no me interesa, no me gusta nada de lo que aquí se está hablando”.
“Bravo, galleguiño. Un joven con carácter, como son los de tu tierra”.
“Aquel cura era insoportable. No lo soporté en aquel momento ni pude soportarlo nunca después. Estoy seguro de que fué él quien, después de aquéllo, empezó la guerra contra mí aquí. Una tortura moral. Siempre tras las riñas o el castigo de los demás aparecía él conciliador, con la sonrisa cínica que le daba almíbar a su tono afeminado: ¿vamos a dar un paseo, Chus?, ¿no te apetece confesarte?. Mira que Dios llama a su seno en cualquier momento inesperado y porque es justo dándonos la vida pide cuentas de lo que hemos hecho con ella…”.
“Es todo éso lo que me pasa, no puedo aguantar más en este lugar de reunión de la mentira, el cinismo, la hipocresía. No creo en el dios que ellos creen. Mi dios es distinto. No creo en la confesión, no creo en la comunión. Creo en las personas, no en los curas. Es todo éso lo único que me pasa, no puedo aguantar aunque sepa que tendré que hacerlo hasta final de curso”.
“Entiendo lo que dices, pero tienes que ser más frío; tratar de controlarte. Vives, aunque no te guste, en una comunidad; algunos son mayores que tú, pero la mayoría son más pequeños. No saben qué está bien o qué está mal; aprenden de los mayores. Antes de la comida hoy todos hablaban de lo que había pasado en el comedor. Incluso el incendio nocturno había pasado a segundo plano. No puedes volver a actuar como lo hiciste esta mañana. Debes pedirle perdón a Martínez, y públicamente. Aunque tuvieses razón la pierdes con tu comportamiento. No puedes actuar así. Piensa en el mal ejemplo que has dado a los demás”.
“Lo sé, pero es que hoy es el primer día que Marianne ya no está”.
Reparaz era un buen tío. Fué un buen amigo desde entonces. A grandes rasgos le conté la historia mientras de nuevo lloraba como un niño, ahora en su habitación. Permaneció sentado en su mesa de trabajo, totalmente en silencio, respetando mi llanto, hasta que le llamaron para vigilar el comedor durante la cena.
Acabaron expulsándome del Instituto, por una estupidez, pero se guardaron hasta el final la revancha de aquel incidente.
Nunca volví a hablar francés. Nunca volví a escribir en francés. El francés era Marianne, y eso me hacía daño. Sólo así Marianne se fué diluyendo en la memoria hasta que Konna, la guía, me hizo recordar en Dinamarca.
Konna y Helsingborg, Dinamarca y Suecia; el castillo de Hamlet en Helsingør desde el que se podían ver los fuegos de la noche de San Juan en la playa de Helsingborg al otro lado del estrecho. Helsingborg, el castillo de la diosa, aunque ella no se llamase Helsing. Y de fondo, Marianne; tierna, dulce, tan distinta, tan bonita. Ya muerta, pero siempre viva.
“Je t’aime Marianne”; aunque ya no hubiese respuesta.
El castigo se llevó a efecto. Un mes sin salir del Instituto. Un mes para ahogarse en los pensamientos. Treinta largos días de rebeliones internas y externas. Todo era injusto, todo me parecía injusto allí encerrado, sin nadie con quien comunicarme, ya no estaba Marianne. Había amigos, pero de otras tierras, de otros sentimientos. Estaba el guanche Dávila, eterno cantor de su tierra, con el timple siempre a punto para acompañar su voz de flauta canaria:
«Tú vá-a-ser-un dotorsito, ya te veo con la bata blanca y el maletín sacándole el dinero a las ricas. No se preocupe señora, ya verá qué pronto la pongo bien. Ahora me toma estas medisinas y dentro de un mes me vuelve por acá».
Parecía marroquí, con el pelo rizo, moreno, y facciones aceitunadas. Era un auténtico guanche, pese a que su apellido Dávila, sugería un origen gallego. Era amigo, pero para un rato, para despejar la mente con sus canciones, alejar la tristeza con su alegría, pero no para hablar con él. Utilizábamos un lenguaje distinto, pese a que él expresaba la nostalgia de su tierra y su gente con sus canciones, siempre girando en torno al Teide….«blanca nieve en el semblante y fuego en el corasón, y fuego en el corasón, así es el Teide gigante…», bonita descripción del volcán siempre nevado que hace de Tenerife una isla tan peculiar.
«Estás equivocado, no me gusta la Medicina, jamás seré médico».
«Que sí mi niño, tú-vá-a-ser-un dotorsito».
Nunca en aquellos momentos se me hubiera ocurrido pensar que Dávila fuese a tener razón, nada más lejos de mí que estudiar Medicina.
Estaba Quimo, grande y torpe. Un gigante bueno, como persona y como jugador de baloncesto. Como tal había entrado en el Instituto. Era muy simple en sus razonamientos, muy limitado en su vocabulario, y muy lento en el estudio; pero había entrado en el Instituto por el baloncesto. No sólo buscaban a los mejores en calificaciones, sino a los mejores en un deporte elitista que, como el baloncesto, le había empezado ya a dar nombre al Instituto. El Estudiantes, equipo del Instituto, no sólo jugaba en Primera División, sino que tuteaba al Madrid. Los partidos Madrid-Estudiantes en el campo del Instituto eran un hervidero de pasiones. Nunca se borrará de mi memoria la imagen de Luyk y Burgess, americanos recién fichados por el Madrid, abriéndose paso a guantazos con sus dos metros largos de altura, entre los que ya empezaban a ser la Fanancia, el club de fans más famoso y alborotador del país. Me gustaba el baloncesto, pero era del Madrid, insulto y pecado en el reino de los fans. ¿Cómo no iba ser del Madrid, si a los doce años había salido a la calle a contarle a quien quisiese oirme que el Madrid acababa de ganar la primera Copa de Europa, 4-3 al Stade de Reims, donde jugaba Kopa, en París?.
En fin, recuerdos que ya de viejo vuelven a la cabeza, para bien (muchas veces) y para mal (otras tantas), pero siempre inolvidables porque marcan una vida.
Jesús Devesa