Hace unos días contaba cómo mi hijo Pablo había evolucionado tan bien tras su terrible accidente de tráfico el 21 de noviembre de 2002, con un tratamiento innovador, primero en el mundo, que yo mismo le administré tras haber trabajado muchos años a nivel experimental en la Facultad de Medicina de Santiago con la hormona de crecimiento. Y recordaba 21 años después de aquellos tremendos momentos su doctorado internacional y todos sus logros como científico y persona, aunque no hablaba, pues hacía público en este blog un escrito que yo mismo había hecho diez años después del accidente, que Pablo se había casado con una preciosa y encantadora chica de Bolivia, rubia de ojos azules y 1.75 metros de estatura, de ascendencia húngara, que desde su país había venido a visitarme para ver si podía tratar de recuperar a su hermano que había sufrido un tremendo accidente de aviación en Santa Cruz de la Sierra (Bolivia) y al que los médicos habían desahuciado por el gravísimo daño cerebral que padecía y que le mantenía en coma desde hacía nueve meses. Le dije que sí, que había que intentarlo y afortunadamente se vino la familia desde Bolivia, con el paciente, y logramos lo que a priori parecía imposible, una recuperación inédita en la Medicina que dos neurocirujanos de la Clínica Mayo de Norteamérica habían descartado tras desplazarse a la ciudad natal del paciente para valorar qué posibilidades había. En fin, la chica vino a verme y analizar las posibilidades, como dije, y mi hijo Pablo y ella se enamoraron y casaron, con gran alegría de todos. Son felices y tienen motivos sobrados para serlo, y con ellos todos nosotros.
Pero recordando todo esto me vino a la memoria algo ocurrido en mi juventud que quiero describir aquí, aunque solo sea para valorar las vueltas que da la vida, a veces para bien y otras para mal, pero siempre para dar origen a circunstancias que de una forma u otra acaban conjugándose. ¿Quién me iba a decir en mi juventud que mi hijo se casaría con una chica boliviana hermana de otro joven de 18 años que había sufrido un gravísimo daño cerebral, y quién podía predecir el que recuperaría a mi hijo y al que hoy es su cuñado?. ¿Y quién podría a mis 16 años decirme que la vida iba a dar esas vueltas que ahora describiré?. Así es la vida, un misterio irresoluble de idas y venidas, tras las que siempre parece haber un fondo o nexo común; inexplicable, al menos para nosotros, humanos supuestamente evolucionados.
La que ahora voy a relacionar con lo anterior, aunque sea de forma indirecta, fue una historia triste, por el final, pero a lo largo de mi vida me he acordado muchas veces de aquello, aunque cada vez menos según fuí envejeciendo. De hecho lo encontré ahora por casualidad.
Yo tenía 16 años, vivía en Vigo, el paraíso y motor industrial de Galicia, donde nací y viví hasta los 17 años en que me fuí a estudiar Ingeniería a Madrid, aunque dos años más tarde me volví a Galicia, a Santiago, para estudiar Medicina, algo que nunca habría imaginado. ¿Quizás era el destino el que me llevaba a estudiar una carrera que siempre había descartado pese a que mi padre, cirujano, me había llevado a presenciar varias de sus cirugías, algo que nunca me atraía?.
El caso es que con esos 16 años, o quizás algo menos, me enamoré de una joven boliviana que vivía con su familia en una zona de la Gran Vía de Vigo, en el edificio donde estaba la cafetería Paquetá, muy cerca de donde yo vivía en un chalet en Las Traviesas. La familia de aquella chica era numerosa, 6 o 7 hijos, un chico, el mayor, y todo niñas el resto, si no recuerdo mal. El padre era ingeniero naval y desde Bolivia se había trasladado hacía unos meses, a Vigo capital mundial entonces de astilleros de grandes buques.
Por las tardes de verano la chica, más o menos de mi edad, salía con sus hermanas pequeñas a pasear o jugar en los que entonces eran campos y jardines, y allí empezamos a vernos y conocernos. Y tras conocernos nos enamoramos. Amor de juventud. La chica era preciosa, dulce y tranquila, una mezcla perfecta de la sangre europea de su padre y la india boliviana de su madre. Era de mi estatura, pelo castaño y una cara y cuerpo preciosos. Su hermano mayor se hizo amigo de mi grupo y en los ratos libres jugábamos al fútbol, en los campos hoy perdidos del Instituto Santa Irene, frente a mi casa. Todo era perfecto, amor, paz, tranquilidad y fútbol, hasta que un desgraciado día el chico se sintió mal y acudió a que le viese mi padre, cirujano de gran prestigio en aquel entonces. El diagnóstico fue matador, un cáncer terminal, aunque no recuerdo de qué tipo. Sí recuerdo en cambio la cara de mi padre cuando llegó a casa y nos lo contó, a sabiendas de que el chico era mi amigo y su hermana mi amor de entonces. A mi padre le impactó la serenidad del chico, un joven con muy buen aspecto e inteligente, empezaba a estudiar Ingeniería Industrial en Vigo, al conocer el diagnóstico y pronóstico, pero quizás más aún le impactó su respuesta cuando, conociendo ya la patología que le afectaba, un enfermero le ofreció un cigarrillo para tranquilizarle (en aquella época se podía fumar en hospitales). Su respuesta, sonriente a sus 19 años, fue que no podía aceptarlo, porque el tabaco producía cáncer…., sabiendo ya lo que padecía y el nefasto pronóstico. Mi padre siempre me dijo que había sido una de las experiencias más impactantes de su vida profesional, como impactante fue para todos nosotros el conocer lo que ocurría y lo que estaba por venir. En todo caso mi padre le operó, a sabiendas de que poco podía hacer por él, aunque lo intentara, y a los tres meses el chico falleció.
Fue un duro golpe para todos, pero más para su familia lógicamente.
Decidieron volverse a Bolivia, quizás para olvidar, y su hermana, con la que salía, me dijo llorando que a la vuelta a Bolivia iba a entrar en un convento, quizás porque la familia era extraordinariamente religiosa. Intenté disuadirla pero la religión y la situación familiar pudo más que yo. No volví a saber de ella ni de su familia, pero siempre estuvieron en mi recuerdo con cariño. Ambos éramos muy jóvenes y no se si algún día habríamos llegado a algo, pero en mi recuerdo y mi corazón siempre permaneció la imagen de la valentía, la serenidad con que todos en la familia afrontaron la situación, así como el recuerdo de aquella chica,
tan sensata, dulce y cariñosa, pero con una capacidad de decisión que muy pocos tienen.
Así cuando conocí a la novia, hoy esposa, de mi hijo volvió a mí el recuerdo de una Bolivia que solo conocí muchos años más tarde, en 2018, un recuerdo bonito y alentador por la fortaleza mostrada ante la dura adversidad, pero un recuerdo triste. Durante tiempo me habría gustado recordar los nombres, saber de ellos, simplemente para saber cómo fue su vida desde aquella tragedia y tener la oportunidad de darles las gracias por la lección de serenidad que en su día me dieron, a mí y a todos los que formábamos aquel grupo de amigos.
Y así es la vida, muchos muchos años después mi hijo sufre un gravísimo accidente, lo recupero al 100% y años más tarde se casa con una encantadora boliviana hermana de otro joven a quien, como dije, también logré recuperar tras su tremendo accidente de aviación y daño cerebral. ¿Tiene algún significado que se me escapa todo ésto?. Pues no lo sé, pero la realidad es que al recordarlo pienso en que son circunstancias que de una forma u otra se enlazan sin que sepamos cómo ni por qué. Es el destino quien, a veces, juega malas y buenas pasadas. Ojalá que aquella chica haya encontrado lo que el destino le había reservado, al igual que a su familia, y que ello haya significado paz en su vida.
Una respuesta a “Las vueltas que da la vida…”
Muy bonito Suso