Cuando los búhos ululan…


Lo aprendí desde pequeño, me lo enseñaron más bien; cuando los búhos ululan algo importante anuncian que va a ocurrir, para bien o para mal. Y así es. Hace unos días, cuando salí al jardín de casa de noche, me llamó la atención el gran número de búhos que estaban ululando en los árboles de la finca, muy cerca de mí. ¿Por qué?, pensé; ¿qué va a ocurrir?. Pues, por desgracia algo triste ocurrió, en los últimos días fallecieron la suegra de mi hijo Alejandro; la única tía que le quedaba a mi esposa Ana, y mi íntimo amigo de la infancia y adolescencia, Patricio, catedrático y decano, ya jubilado, de la Escuela de Empresariales de Vigo. Tres muy tristes noticias, cuando yo esperaba que esos ulularen estuviesen en realidad anunciando la inmediata dimisión del que tenemos la desgracia de que gobierne este país. Pero no, al menos por ahora. Habrá que esperar otro ulular a ver si cae la breva.

Envejecemos y con ello se acercan día tras día las posibilidades de que los búhos ululen por nosotros, pero también el envejecimiento trae recuerdos, bonitos siempre, aunque olvidados o casi.

Y entre los recuerdos surgen cosas que has vivido, intensamente a veces, y que tu mente ha guardado, afortunadamente. Quizás por ello acabo de recordar un viaje inolvidable.

Era el año 2000, julio creo, y Ana decidió que toda la familia que entonces éramos nuestros cuatro hijos y nosotros dos hiciésemos un viaje a Saint Martin, una pequeña isla en el Caribe, mitad francesa y mitad holandesa (St. Marteen). Alquiló un chalet a un francés que allí vivía y allí nos instalamos durante 15 días. La isla era muy bonita y muy curiosa, grandes playas de arena blanca, a menudo solitarias, mar muy caliente y sereno, pequeñas montañas llenas de una vegetación exuberante, que por aquí no se ve, y animales muy curiosos, como unos caracoles gigantes que se alimentaban de carne, incluso comiéndose a otros caracoles (lo comprobé porque a la vuelta me traje a varios, en un bote, con unas pequeñas lagartijas muy curiosas, y al llegar a casa y abrir el bote solo quedaba el caracol más grande y restos de los otros pobres animales).

En St. Martin está uno de los aeropuertos más curiosos del mundo, pequeño y con la pista de aterrizaje y despegue a escasos 10 metros de la playa, de la que la separa una estrecha carretera por la que se accede a una lujosa urbanización. Y digo curioso porque cuando estás tranquilamente tumbado al sol en esa playa al lado del aeropuerto, de pronto ves un gigantesco avión que se acerca bajando cada vez más hasta el punto de que llegas a temer que te golpee en la cabeza. Y si te pones, inconscientemente, tras la valla que separa la pista de la carretera cuando un avión va a despegar, a medida que los motores van aumentando las revoluciones para coger potencia para el despegue, vas sintiendo como un chorro caliente te golpea por todo el cuerpo con mayor intensidad cada vez hasta que la fuerza es tal que te tira al suelo e incluso te lleva rodando hasta la cercana playa. Yo lo hice, inconsciente de mí, con una cámara de video recién comprada en la parte holandesa de la isla, puerto franco, una Canon de un modelo que acababa de salir y grababa en pequeñas cintas de 8 mm, y tuve la gran suerte de salir disparado hasta el agua. Adiós cámara, y cara de temor entre mi esposa e hijos que pensaban que algo muy malo podría haberme ocurrido. Pero no, solo perdí la cámara. La cámara, los videos y los bastantes dólares que me había costado. Pero lo peor eran los bonitos recuerdos grabados y perdidos.

St. Martin ofrecía muchas posibilidades de diversión y conocimiento de lugares muy diversos y nunca vistos. Estaba muy cerca de otras muchas islas a las que podías acceder en barco, en viajes de poco más de una hora. Por ejemplo Anguila, una isla pequeña con fantásticos restaurantes al lado de la playa; no en balde allí había tenido su residencia, turística, la princesa Margarita de Inglaterra, hermana díscola de la Reina Isabel. Una preciosa mansión, diseñada para vivir a tope. Podías hacer submarinismo entre preciosos arrecifes de coral, y así lo hicimos aunque Ana, por miedo a tiburones o quién sabe qué, permanentemente buceó agarrada a una de mis manos. Podías hacer excursiones en barcos diseñados para la pesca del pez espada, y así lo hicimos. Todo el día mar adentro hasta que un gigantesco pez picó el anzuelo. No recuerdo su especie, pero sí recuerdo el impacto que me causó el sentir que había picado, tratar de tirar para traerlo al barco y comprobar que era imposible, su fuerza era superior a la mía, incluso con la ayuda de un marinero experto. Por fin se soltó y le vimos saltar en el aire a unos 50 metros de nosotros, inmenso, de cuerpo alargado y color gris plata. No sé qué era. Al final pesqué algo, grande también, con la ayuda del marinero también, pero al llegar a puerto se lo quedó la tripulación. Eran las normas, por lo visto.

Pero quizás lo más impactante de aquel viaje fue el conocer la isla de Saba, a hora y media de St. Martin, en barco también.

Saba era una pequeña isla, todo monte, prácticamente, también holandesa, con una sola pequeña ciudad situada a mitad de camino hacia lo más alto de la isla. Las aguas de sus alrededores eran famosas por el buceo, aunque no lo hicimos. La isla estaba poblada por holandeses y escasos mestizos. Desde el embarcadero al que se arribaba había que coger un taxi e ir subiendo por una carretera estrecha y serpenteante, en el monte, hasta llegar a la ciudad. Y en ésta llegó la gran sorpresa, al menos para mí. En aquella pequeña isla, perdida en el Caribe, había una Facultad de Medicina de fama mundial, con títulos reconocidos en Norteamérica. Los alumnos eran en un 60-70% norteamericanos, pero también los había europeos, suecos, holandeses, daneses. Vivían en residencias de una planta localizadas alrededor de la Facultad. Nunca lo entendí, pero matricularse allí era muy caro y la enseñanza muy buena. Muy curioso.

Curioso fue también lo que nos ocurrió mientras paseábamos por aquella pequeña ciudad en la que todas las viviendas eran pequeños chalets con jardín. Al pasar al lado de uno, vimos a una señora de unos 70 años que, en el jardín, estaba depositando un ramo de flores al lado de algo que parecía una tumba. Al pararnos para ver qué hacía nos saludó, en inglés, y nos preguntó si íbamos a despedirnos de Harald. Le respondí diciendo que no entendía lo que quería decirnos y entonces nos explicó que su esposo, Harald, había fallecido hacía tres días y estaba enterrado allí, donde ella estaba poniéndole flores. Nos quedamos de piedra, por la sorpresa, hasta que nos invitó a entrar a su casa, nos sirvió un té y nos explicó que en la isla no había cementerios, todos los fallecidos se enterraban en los jardines de sus casas. Nunca había oído o leído nada igual, pero analizándolo fríamente, después, me pareció lógico. Era la manera de tener al ser querido al lado y en el lugar donde había vivido. Desconozco cómo será hoy y cómo habrá evolucionado Saba, si es que lo hizo, pero nunca olvidaré aquella isla y sus gentes tan afables.

Tampoco olvidaré la vuelta en barco de Saba a St. Martin. Atardecía, a mitad de camino, y de pronto empezamos a ver miles de peces voladores alzándose desde las aguas hasta sobrepasar la altura del barco, aunque varios acabaron cayendo en éste y pudimos verlos de cerca. Un espectáculo increíble, algo que nunca había visto. Supongo que era la hora de cazar y volaban en busca de insectos ya que no creo que lo hiciesen por divertirse o divertirnos.

Bueno, son recuerdos; recuerdos que vuelven cuando en tu cerebro ya no puedes almacenar más información, por la edad, aunque se diga que solo utilizamos el 10% de nuestras neuronas. Es posible que así sea pero, la verdad desconozco dónde estarán las otras.

Esperemos que los búhos vuelvan a ulular y que esta vez traigan buenas noticias.

Jesús Devesa


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