Cincuenta y siete años atrás…


Estábamos a mediados de julio de 1965. Acababa de finalizar el exámen de Fisiología de segundo curso de Medicina; la asignatura más dura de la carrera impartida por el Profesor más brillante de aquella Facultad y el más duro también. Eramos 600 alumnos en el examen, un examen largo y complicado que había implicado largas noches sin dormir para prepararlo en condiciones. Finalizado el examen, el Profesor Ramón Domínguez entró en el Departamento de Fisiología y tras dudarlo unos minutos intenté ir tras él para solicitarle una entrevista. Pero en la puerta estaba el fiel «guardaespaldas» de Don Ramón, Juan, mozo de laboratorio seco y desabrido bloqueando cualquier intento de acercamiento al jefe. «¿Qué quieres?». «Quiero hablar con el Profesor Domínguez». «¿Para qué?». «Para pedirle que me deje entrar a trabajar, a aprender, en el Departamento.» «Bueno coño…, no sabes lo que dices». «Pero quiero hablar con él», insistí. «Ahora no, está reunido con sus ayudantes». «No me importa, quiero hablar con él». «Te va a despachar con cajas destempladas, si es que te recibe, pero tú verás…, espera». Ante mi insistencia Juan pasó a trasladarle mi solicitud a Don Ramón. Fueron unos minutos interminables en los que pensaba que si me recibía no sabría cómo empezar. Estudiante de segundo de Medicina, ya recién finalizado el curso con ese examen de Fisiología, 20 años, un crío osado (producto de la edad) que pretendía hablar con el Profesor más prestigioso de la Facultad y de los más, si no el que más, de la Universidad de Santiago, y desde luego de la Fisiología española de la época. Inteligente como nunca había conocido a nadie, discípulo de Negrín, maestro de los fisiólogos españoles de la época; formado en la Institución de Libre Enseñanza, la persona que con menor edad había llegado a la Cátedra de Fisiología, a los 29 años, pero también seco e inaccesible. Así era la persona con quien yo pretendía hablar. «Pasa». Don Ramón estaba sentado, fumando un cigarrillo, como siempre,en su despacho en el Departamento, junto con los dos ayudantes que entonces tenía, los doctores Jesús Otero y Carlos Acuña y el que significaba una reciente incorporación a aquel Departamento, el Doctor Germán Sierra, recién llegado de la Universidad de California, Los    Angeles. 

«¿Qué  quiere?». Fueron sus únicas palabras, prácticamente sin mirarme, mientras sus ayudantes me miraban de arriba abajo quizás pensando que no estaba bien de la cabeza. «Me gusta la Bioquímica y quiero empezar a trabajar y aprender en este Departamento.» «¿Ha aprobado ya Fisiología?». «Sí, acabo de hacer el examen», lo dije convencido y quizás fue esta convicción la que provocó su respuesta: «ya lo veremos, venga en septiembre cuando empiece el nuevo curso si en realidad tiene la Fisiología aprobada y hablaremos   de                nuevo».   Dicho    esto siguió   hablando   con  sus  ayudantes, ignorándome, con lo que, con la sensación de haber hecho el idiota, salí de aquel despacho sin que ya nadie reparase en mí. Por supuesto desconozco si tras mi salida hubo algún comentario, aunque supongo que alguno surgiría ante lo que yo había expresado. Entrar en Fisiología era tarea imposible, o casi, y desde luego el primer requisito era el que la materia estuviese ya aprobada. «¿A quién se le ocurre hacer una solicitud como la mía nada más finalizar el examen, sin conocer la calificación y, por supuesto, desconociendo si había o no aprobado?». Bueno, pues a mí se me ocurrió y nunca me arrepentí de ello. Había que esperar a que saliesen las notas y en función de éstas volver a hablar en septiembre…

A finales de julio, ya disfrutando del verano en Vigo, llegan las notas. Desesperación por mi parte y gran enfado de mi padre: Suspenso en Fisiología. «No es posible, tiene que haber un error», me repetía una y otra vez ante mi padre tremendamente enfadado porque iba de fracaso en fracaso. Me había cambiado a Medicina en Santiago, tras «estudiar» en la Escuela deIngenieros Agrónomos en Madrid, porque lo que yo quería era estudiar Bioquímica, conocer la Bioquímica. Era la época de los grandes descubrimientos en este campo, se comenzaban a conocer los secretos de la vida, el ciclo de Embden-Meyerhof, la vía de las pentosas de Warburg, el ciclo de Krebs, el ciclo de Lynen de la oxidación de los ácidos grasos, el descubrimiento del ADN por Watson y Crick, el Premio Nobel a Severo Ochoa, con quien el Profesor Domínguez había tenido una muy buena relación…, quería estudiar Bioquímica y para ello nada mejor que Medicina aunque ésta no me gustase como profesión. Por eso había comenzado Ingeniería Agronómica; equivocadamente me habían dicho que en aquella Escuela de Ingenieros estaba la mejor Bioquímica de España, y por eso, cuando descubrí que no era así decidí cambiarme a Medicina. Pero mi padre, cirujano de vocación y dedicación, no lo veía así; lo único que veía era que aquello por lo que yo había cambiado de carrera y perdido, aparentemente, dos años de mi vida, se traducía en un nuevo fracaso con aquel suspenso en Fisiología. Por el contrario, el segundo de mis hermanos, médico de vocación desde niño, quien desde los 14 años iba al quirófano con mi padre, y compañero de curso a raíz de mi cambio de carrera, había aprobado la Fisiología. A los ojos de todos la diferencia estaba clara; quien realmente tenía interés por la carrera era mi hermano y no yo. Mi cambio de Madrid a Santiago, no había sido motivado por un interés académico especial si no por estar más cerca de un amor de juventud que desde Vigo iba a comenzar a estudiar en Santiago. Esa era la razón a los ojos de todos en casa. Es decir, yo iba por un camino desastroso…

En todo esto iba pensando, solo en el tren en el que me dirigía a Santiago para clarificar aquel suspenso que no creía merecer. Cuando por la tarde entré en la Facultad, totalmente vacía en un caluroso día de verano, con el ánimo por el suelo pensando que no iba a resolver nada, ví bajar a Juan, el mozo del Laboratorio de Fisiología, por la gran escalinata de mármol situada frente a la entrada. Nada más verme me reconoció y con su hosquedad habitual me espetó: «¿No te dijeron que volvieses en Septiembre?». «Sí, pero es que vengo a reclamar la corrección de mi examen, aparezco con un Suspenso en Fisiología que creo que no puede ser correcto.» «Bueno carallo…, solo aprobaron 6 así que olvídate de reclamaciones». «Pues tiene que haber un error, es imposible…». Ante mi insistencia fuimos al Departamento y me enseñó las listas; «¿lo ves, aquí estás, Suspenso». «Pero es que no puede ser, reclamé, ¿no puedo ver el examen?». Supongo que Juan estaba aburrido, sin nada que hacer, o quizás quería darme más en las narices, porque entonces me enseñó los exámenes: «Aquí está, tu hermano aprobado y tú suspenso». El corazón empezó a saltar como loco, porque Juan se estaba equivocando, era yo el que estaba aprobado, así figuraba en lacorrección y así se lo hice saber a Juan. Este revisó una y otra vez exámenes y listas hasta que concluyó que efectivamente había habido un error, de los ayudantes, al pasar las notas. Le di una propina, por el tiempo empleado (en aquella época y con los más que escasos sueldos que se percibían en la Universidad, los bedeles y mozos de laboratorio ganaban un sobresueldo con las propinas que percibían por entregar las notas) y, tras ella, me aseguró que hablaría con el jefe, Don Ramón, y que en un par de días se corregirían las actas. Así fue, con gran alegría por mi parte, también en casa, pero sin poder evitar también el lamentar el palo que se iba a llevar mi hermano con ese suspenso. ¿Qué hubiera pasado si yo no hubiese estado tan seguro de que tenía que haberse producido un error?. Es imposible de predecir, pero mi vida habría sido distinta, muy probablemente.

El caso es que en Septiembre de 1965 entré a trabajar en el Departamento de Fisiología, y desde entonces ya no me moví de ahí, salvo en los períodos de formación que estuve fuera, pero siempre vinculado a aquel Departamento.

Fue mucho lo que aprendí, de hecho pasaba más tiempo en Fisiología que yendo a clases a medida que avanzaba la carrera. Por ello recuerdo a más de un profesor, ya en 4º y 5º, hablar del Devesa bueno (mi hermano) y del Devesa malo (yo). Uno asistía a todas las clases, obtenía matrículas de honor en prácticamente todas las asignaturas, y al otro no se le veía el pelo (por entonces abundante) en las aulas y preparaba los exámenes finales a base de 48 horas de estudio intensivo. Pese a ello no hubo suspensos y sí una nota media final en el expediente de Notable (más que satisfactorio), mientras que en el de mi hermano (posteriormente convertido en un cirujano de prestigio mundial) la nota media final era Matrícula de Honor. El segundo mejor expediente de aquella promoción.

Me gustaba la Bioquímica, pero en Fisiología tras la incorporación de un prestigioso neurofisiólogo como era el Dr. Germán Sierra, recién llegado de California como antes señalé, todo estaba encaminado a la Neurofisiología. Fueron muchas horas las que me pasé, como alumno interno del Departamento, preparando electrodos para implantar en el cerebro de gatos, llevando jaulas con animales desde el animalario hasta los laboratorios, incluso recorriendo las aldeas de los alrededores para comprar gatos para la experimentación (la picaresca llevó a que hubiese gente que aparecía en el Departamento con una bolsa en la que había dos o tres gatos rabiosos y famélicos, por los que se pagaban hasta mil pesetas). Horas también sentado delante del Elatrón, primer equipo de aquellas características de supercomputación que registraba e integraba las respuestas cerebrales a la estimulación eléctrica con aquellos electrodos implantados en el cerebro. Pero lo que a mí me gustaba realmente era la Bioquímica, una y otra vez insisto en ello, pese a los intentos del Profesor Sierra por convencerme de lo que significaba la Neurofisiología. Todo en elDepartamento estaba enfocado a ella.

¿Qué hacer?. Pues ya en cuarto de carrera decidí comenzar a dar clases particulares de Bioquímica. Nada mejor que tratar de enseñar para aprender. Era una época en la que a la Facultad de Medicina de Santiago, como a otras muchas en España, habían comenzado a llegar un gran número de estudiantes extranjeros; procedían de Puerto Rico, Cuba y Palestina, en su mayoría, pero también de Estados Unidos, Noruega y Siria, países en los que las restricciones para la entrada en Medicina eran tremendas por lo que quien podía intentaba entrar en otro país para después convalidar los estudios en el suyo propio. Era una época en la que España, tras el aislamiento internacional por la Guerra Civil, intentaba abrirse al mundo; una forma de hacerlo era ofreciendo becas para estudios universitarios o abriendo la mano para que en nuestras Facultades de Medicina entrasen muchos más alumnos que los que a priori se podían atender. La mayoría de esos alumnos venían en condiciones de inferioridad, de tipo idiomático o cultural, por lo que se encontraban con grandes dificultades para seguir las clases, sobre todo en los dos primeros cursos. Así empecé. Primero fueron tres alumnos, en una academia, pero pronto creció el número y alquilé un piso. Inicialmente en ese piso alquilado vivía un matrimonio noruego, él estudiante de Medicina, y lo que yo hacía era pagar el alquiler de su piso a cambio de que en el salón de la casa me permitiese disponer de una pizarra y sillas para explicar Bioquímica a los ya 50 alumnos que tenía (el noruego incluído). Por cierto, ese noruego, con el que conservo una gran amistad, es hoy Catedrático y Jefe de Cirugía de una de las Universidades más importantes de su país. Y muchos años después, cuando nos volvimos a encontrar, me dijo en presencia de su esposa y la mía: “En mi vida académica siempre tuve dos referentes: Gregorio Marañón y Suso Devesa”, algo que me dejó muy sorprendido.

Arthur Revhaug, Jefe de Cirugía de Tromso, y su esposa Astrid (a mi derecha) en la visita que nos hicieron en 2019.

También pronto aquel piso se quedó pequeño, con lo que tomé la decisión, arriesgada, de alquilar un piso mucho mayor, ya para mí solo. Su precio era elevado para la época, 6.000 pesetas mensuales (sobre 38 euros/mes) más gastos de comunidad. Pero allí podía disponer de una auténtica aula, en la que ya explicaba no solo Bioquímica, sino también Fisiología, a 200 alumnos 5 horas diarias. Si a esas 5 horas de clases diarias, le sumaba las horasde estudio para prepararlas, más el trabajo en el Departamento de Fisiología, ¿de dónde iba a sacar el tiempo necesario para acudir a clase en la Facultad?. Era imposible, aunque mis profesores no lo entendiesen.

Por cierto, y como anécdota, aquel piso era tan grande que me permitió utilizar habitaciones que yo no necesitaba, para dar alojamiento gratuito a un estudiante libanés y otro americano, sin recursos. Siempre me lo recuerdan y agradecieron. También todo aquello me permitió el poder ayudar a pagar sus estudios de Medicina a un chico de Gran Canaria. El venía a esas clases particulares, para él gratuitas, y a primeros de mes se encargaba de cobrar a todos aquellos que podían pagar, labor por la que, a su vez yo le pagaba a él. Acabó siendo un importante Jefe de Servicio de Anestesia y Reanimación e incluso años después fué él quien me anestesió en una de las múltiples cirugías que sufrí.

Recordando me viene a la memoria una anécdota ocurrida en aquel piso. Había todavía una gran habitación libre, con armarios empotrados, por lo que en un determinado momento decidí que podría ser un espacio ideal para una gran pajarera. Así lo hice, puse pequeños árboles en macetas en el suelo, tendí varas de bambú de unas paredes a otras, quité las puertas de los armarios para convertirlos en nidos y pronto aquel espacio estaba lleno de pájaros. Era una gozada que me permitía disfrutar entre clase y clase. Así pasaron unos pocos meses, hasta que a la vuelta de unas vacaciones un alumno venezolano me trajo, por encargo, una pareja de pequeños monos de cabeza blanca, del tamaño de un brazo (cola incluída). Parecían hombres primitivos en miniatura. La verdad es que se sentían muy a gusto; les daba de comer fruta, babosas que cogía bajo las piedras en el campo. Todo iba muy bien, o eso aparentaba, hasta que empecé a notar que la población avícola disminuía de día en día. ¿La razón?, pues que los monitos le habían cogido gusto a los pájaros y poco a poco acabaron con todos ellos. Gran desolación, pero bueno, me quedaban los monos. Una tarde vi que uno de éstos parecía tener un fuerte catarro. Respiraba con dificultad y moqueaba sincesar. Preocupado opté por inyectarle penicilina, prácticamente el único antibiótico en aquel entonces, y no solo a él si no también a su compañero o compañera, por precaución. No pasaron dos minutos y los dos pobres animales estaban agonizando en mis manos: Ahí me enteré de que la mayoría de estos animales eran alérgicos a la penicilina. La inyección fue letal y con ella se acabó la historia de aquella habitación-pajarera. Bueno, no acabó ahí en realidad, ya que cuando devolví el piso tuve que abonar la pintura de las paredes, la colocación de un nuevo parquet en el suelo y las puertas de los armarios. Pero fue bonito mientras duró…

En fin, enseñando aprendí, y como aprendí nada más finalizar la carrera el Profesor Domínguez me dijo:»En Octubre te vas a encargar de un grupo de Bioquímica en la Facultad». Así fue. En octubre de 1970 me encontré un día plantado en la tarima frente a 500 alumnos de Medicina, en su mayoría mayores que yo en edad. Tenía 24 años, mientras que la mayor parte de ellos, los alumnos, eran extranjeros con edades superiores a la mía. Los tres años anteriores de clases particulares me permitieron mantener el tipo, sin nervios, y adoptando una estrategia de profesor veterano: al alumno que molestase o distrajese le pedía con corrección y sin inmutarme que saliese de clase. Inicialmente hacían caso omiso, pero al ver que mientras continuaba explicando reiteraba mi petición ya no se sentían capaces de hacer frente al desafío y salían avergonzados. Fue algo que repetí, en la primera o segunda semana de clase a lo largo de mis 45 años de docencia universitaria, algo que siempre dio sus frutos ya que nunca en esos largos años tuve el más mínimo incidente de alteración del orden y el respeto durante las clases. Así, a los 24 años, empezó mi actividad como docente universitario que ya, desde entonces, no se interrumpió. Jamás en ese tiempo, salvo en dos excepciones, falté un solo día a clase, siempre entrando a la hora en punto y saliendo también a la hora. La primera de estas excepciones fue hace unos años. Tenía clase a las 8.30 de la mañana y cuando salí de casa, a las 7.00, como todos los días, me encontré con que el coche no encendía. Ventajas de la electrónica, un pequeño fallo bloquea todo el sistema. Viviendo en el campo, no tenía másalternativa que esperar a la apertura del taller, a las 9.00 y situado a 10 kms de donde yo estaba parado. Llamé a la conserjería de la Facultad y avisé de lo que ocurría para que avisasen a los alumnos. Todos lo entendieron, excepto una repugnante delegada de curso que cursó una denuncia al Decanato por mi ausencia. Cuando el Decano, Fraga entonces, me llamó me molesté extraordinariamente, por eso lo recuerdo, y así se lo hice saber. Todo quedó en nada, salvo el mal recuerdo de una situación injusta. La otra excepción fue ya más larga, motivada por repetidas bajas quirúrgicas entre 2008 y 2009. Aunque estuviese bien, como estaba, la baja me impedía acudir a la Facultad; así me lo hicieron saber. Pero salvo en esas dos situaciones, jamás pasase lo que pasase dejé de dar una sola de las horas de docencia que me correspondían. Incluso cuando mi hijo mayor tuvo el accidente de coche, estando en la UCI, acudía a clase a las 8.30 tras haber pasado previamente por el hospital. ¿Sentido del deber?, pues no lo se, quizás sí o quizás el compromiso adquirido conmigo mismo cuando decidí dedicarme a la docencia.

Mientras tanto, volvemos al año 1970, ya con la carrera acabada, tenía que hacer la Tesis Doctoral. Todo en el Departamento de Fisiología seguía dedicado íntegra y exclusivamente a la Neurofisiología; pero a mí seguía sin gustarme, más bien sin convencerme. Los experimentos analizando respuestas electrofisiológicas a la estimulación cerebral con electrodos implantados en diversas áreas cerebrales eran apasionantes, pero…, faltaba la interpretación real, bioquímica, de lo que allí sucedía en respuesta a las estimulaciones. Defendí la Tesis en 1973 y tras alcanzar el doctorado fue el propio Profesor Domínguez quien me propuso encaminarme hacia lo que él veía, como yo, que era mi auténtica pasión, mi motivación real. Un ex-discípulo suyo, el Profesor Carlos Osorio, era entonces catedrático de Fisiología en Granada. Allí había montado el primer laboratorio de Endocrinología de España, tras haberse especializado en Inglaterra. Don Ramón me propuso el irme a Granada una temporada, tres meses, para iniciarme en ese nuevo campo, para posteriormente enviarme a Estados Unidos con un destacado bioquímico español, el Profesor Grisolía, en varias ocasiones propuesto para el Premio Nobel. La idea me pareció de perlas y en octubre de 1973 me fui a Granada. El Profesor Osorio era otra persona dotada de una inteligencia extraordinaria, pero también con un carácter peculiar. Tras aquellos tres meses en Granada, de vuelta a Santiago en las vacaciones de Navidad, el Profesor Domínguez me invitó a cenar en su casa. Me sorprendió la invitación, pero acudí con gusto y curiosidad. Tras varios minutos hablando de Granada, Santiago, presente y futuro, minutos sin trascendencia, me suelta de sopetón: «Carlos Osorio quiere que vuelvas a Granada tras las Navidades.» Me quedé sorprendido porque no era esa mi idea, ni tampoco la de Don Ramón; la idea era el finalizar ese curso como docente en Santiago para acabado éste irme con el Profesor Grisolía, discípulo en Nueva York de Severo Ochoa y catedrático de Bioquímica de la Universidad de Kansas. No supe qué contestar, me quedé callado dubitativo, también Don Ramón, hasta que la esposa de éste, una señora entrañable, intervino y me dijo: «Si Carlos Osorio quiere que vuelvas con él es porque algo busca de tí o en tí». «Carlos Osorio es de las personas más influyentes en la Universidad española en el momento actual y no debes desaprovechar el que te reclame tras haberte conocido». Mi vida cambiaba radicalmente ante ello, pero ¿qué podía hacer más que seguir los consejos de quienes sabían más que yo?. Volví entonces a Granada y el Profesor Osorio me ofreció un nombramiento de profesor invitado. Por supuesto que lo acepté encantado pensando que era una etapa más a cubrir en mi formación hacia lo que siempre había deseado, la Bioquímica. Pero en Granada descubrí las hormonas, la Endocrinología, mucho más a fondo de lo que mi corta estancia previa me había proporcionado. Comencé a introducirme en un mundo nuevo, fascinante, del que en España se conocía todavía muy poco, tan solo en Madrid y Barcelona. Simultáneamente comencé a dar clase en la Facultad de Medicina de aquella Universidad, ya no de Bioquímica si no de Biofísica, una asignatura nueva en Medicina; para ello me valieron de mucho los años pasados en Neurofisiología en Santiago. Los alumnos de Granada me aceptaron muy bien y de todo ello tuvo conocimiento el Profesor Osorio; no así los que en aquel entonces eran compañeros en aquel Departamento de Fisiología de Granada. Todos eran mayores que yo, llevaban años allí, eran de la tierra, y, salvo raras excepciones,no acogieron con gusto el que un recién llegado sin la formación que ellos tenían, ocupase de golpe y porrazo un puesto superior al suyo. En absoluto me preocupaba el tema, yo hacía lo que me gustaba en el trabajo (para eso estaba allí), disfrutaba impartiendo una docencia que los alumnos apreciaban y que ninguno de aquellos profesores podía impartir por su formación, aprendía y disfrutaba de la vida en los ratos libres. Todos los días a la 1.30 me iba a jugar al tenis con un matemático que tenía una finca a 4 kms de Granada. Los fines de semana me iba a Torremolinos o a Sierra Nevada. En fin, hacía mi vida como quería mientras trabajaba y aprendía. Sin embargo las relaciones en el Laboratorio eran tensas, ya no conmigo si no entre la mayor parte de los muchos que allí trabajaban. Esas tensiones acabaron alcanzándome y un día tuve una fuerte discusión con el Profesor Osorio. No recuerdo cuál había sido la razón, pero seguramente una tontería intrascendente. El caso es que a partir de aquel momento se interrumpió la relación. Cada vez que el Profesor Osorio tenía que dirigirse a mí lo hacía a través de una tercera persona, Conchi, su técnico de confianza: «Conchi, dígale al gallego (curioso porque él era gallego también, de Pontevedra) que se encargue de eso…», todo ello a pocos metros de mí. Conchi me lo transmitía, aunque yo ya lo había oído, y le respondía de la misma forma: «Dígale al Profesor Osorio que eso ya está hecho o que ya se va a hacer…». Igual que niños, pero real.

En ese ambiente llegó el mes de septiembre de 1974. Una mañana entré en su despacho y le dije que me volvía a Santiago. Fue una conversación larga, sincera y amigable. El tenía la idea de que me quedase allí, pero yo tenía en aquel momento razones más que justificadas para volverme. Se las expliqué y las entendió. Nos despedimos como amigos y siempre conservé después el agradecimiento ante la oportunidad que me había dado de descubrir y adentrarme en un mundo nuevo, fascinante como dije, que ya nunca me abandonó. Tiempo después estuvo en el Tribunal de mi primera oposición a Profesor Numerario de Universidad y fue quien más vivamente apoyó mi nombramiento. Nos volvimos a ver en varias ocasiones, siempre con gran cordialidad. En el fondo creo que me apreciaba tanto como yo a él, pese a aquellas incidencias sin sentido. Era un hombre de fuerte carácter, destinado a ser una figura mundial de la Endocrinología, pero un maldito linfoma acabó con él antes de tiempo.

De vuelta a Santiago de nuevo Don Ramón me llama para hablar y me dice que había hablado con Osorio y que éste estaba muy disgustado conmigo porque su idea era que me quedase en Granada para acabar convirtiéndome en su sucesor. No había ya posibilidad, por múltiples razones que no vienen al caso.

La siguiente etapa tenía que haber sido Kansas, pero mientras se gestionaba todo, el Profesor Domínguez me dice que ha decidido dividir el departamento de Fisiología en dos grandes áreas; una ya estructurada, funcionando muy bien, con muy buenos investigadores y equipos punteros, y la otra Fisiología Endocrina, un área nueva que yo debía de montar y poner en funcionamiento, sin gente, sin equipos pero con un inmenso espacio, toda la planta baja del Departamento de Fisiología. Un reto inmenso, pero que asumí con gusto. No se cómo apareció el dinero, pero poco a poco fueron llegando equipos, novedosos y carísimos, y poco a poco aquello empezó a funcionar. Era el primer laboratorio de Endocrinología de Galicia y el tercero de esas dimensiones existentes en España. La puesta en marcha de todo aquello significó muchas, muchísimas horas de trabajo y otras tantas o más de estudio. Uno de los equipos, un contador Kontron de centelleo líquido, utilizaba un software que tuvimos que aprender a desarrollar para interpretar los resultados día a día. Solamente una persona con la capacidad intelectual del Profesor Domínguez podía afrontar un reto como aquél. Ni él ni yo (por supuesto) sabíamos nada acerca de programación (Basic o Fortran, no recuerdo ya), pero entre ambos tuvimos que aprenderlo para conseguir que aquel equipo tan costoso funcionase, pero se logró.

Mientras los equipos llegaban, y puesto que se iba a utilizar material radioactivo, tuve que irme a Madrid durante tres meses para hacer un curso de Supervisor de Instalaciones Radioactivas en la Junta de Energía Nuclear («¿quién dijo que yo había estudiado Medicina?»). De camino para Madrid, en coche, a pocos kms de la entrada en la que entonces se conocía como autopista Madrid-Adanero, veo dos coches parados en el arcén y a tres personas apaleando a otra. Instintivamente paré y me bajé para tratar de ayudar al apaleado pero cuando me dí cuenta estaba sujeto por el cuello, con la espalda contra el capó de mi coche y recibiendo continuos puñetazos en la cara y abdomen. Afortunadamente comenzaron a llegar más coches y los agresores se largaron. ¿Qué había ocurrido?. Pues un «pique» entre dos coches que había culminado en aquella pelea en la que yo no debía haber intervenido. El resultado: gafas rotas (sin ellas no veía a más de 10 metros), la boca partida, un ojo cerrado… y al día siguiente empezaba el curso de Supervisores. El Profesor Domínguez se enteró de cuál era mi estado porque su hijo mayor estaba haciendo la residencia en Cardiología en Madrid y vino a verme al día siguiente. Le conté lo que había ocurrido y así se lo transmitió a su padre. Este me llamó inmediatamente, preocupado, pero juraría que con la convicción de que las cosas no habían ocurrido como yo las había contado…, aunque fue así en realidad.

El curso para dirigir una instalación radioactiva fue duro. En aquel entonces comenzaban a construirse en España centrales nucleares y la mayoría de los asistentes eran físicos o químicos, al igual que los profesores. Si mal no recuerdo las únicas excepciones éramos un farmacéutico de Badalona y yo. Pero al final aprobé el examen y el Laboratorio de Endocrinología de la Facultad de Medicina de Santiago pudo ponerse en marcha.

Mi docencia en la Facultad se encaminó hacia la Fisiología Endocrina; hace unos años me dijeron que era una docencia desmesurada para lo que por entonces se conocía. No lo recuerdo, quizás porque el tema me apasionaba. Poco después dije que me había jubilado voluntariamente porque no estaba de acuerdo con el Plan Bolonia en Medicina, pero me replicaron que yo mismo había comenzado ese plan con la cantidad de horas de clase que impartía sobre Fisiología Endocrina. Tampoco lo recuerdo así, pero todos me insistieron en que además de la hora diaria de Fisiología tenían otra hora de 8 a 9 de la noche en la que yo explicaba Fisiología Endocrina. Si todos lo afirman así debió ser, aunque mi idea era que esa docencia formaba parte del programa normal de la asignatura. No lo recuerdo, pero el resultado fue el que es. Poco a poco un gran número de alumnos comenzaron a interesarse por esa materia, alumnos brillantes todos ellos, y poco a poco el área de Endocrinología del Departamento comenzó a crecer exponencialmente. No tenía nada que ofrecerles, salvo la formación que les pudiera dar, dentro de mis posibilidades, en lo que como dije era un mundo absolutamente nuevo. Con gusto trabajaban, aprendían y me ayudaban. Había días que eran las 11 o 12 de la noche y allí estaba alguien conmigo, varios generalmente, pipeteando muestras para valorar hormonas en sangre.

Siempre, incluso en sábados o domingos, con la única excepción de los viernes por la noche. A las 9 menos cuarto todos los que trabajaban conmigo, estudiantes o recién licenciados, se reunían en mi casa para ver «El hombre y la Tierra», aquella impagable serie de Félix Rodríguez de la Fuente en TVE, para después salir a cenar juntos (generalmente pagaba yo, como compensación a su trabajo) y luego ir a una discoteca. El viernes era sagrado en ese sentido.

Pero mientras tanto, el área de Fisiología Endocrina se iba haciendo cada vez más grande e importante. Fuímos el segundo laboratorio de España en poner en marcha el screening neonatal para detección precoz del hipotiroidismo, y estoy hablando del año 1975-76. Movilizamos a 40 personas para, en colaboración con el Profesor Tojo de Pediatría, analizar muestras de sangre en las que se valoraban hormonas tiroideas, en muy distintas poblaciones de la Galicia rural. Arzúa, Melide, El Caurel, Ribeira… Cada desplazamiento significaba llevar pequeñas centrífugas para preparar inmediatamente las muestras extraídas en las escuelas de aquellas poblaciones. Un trabajo ímprobo pero muy útil para la medicina y la sociedad del que resultó un libro descriptivo de la situación titulado «El bocio en Galicia». En fin, el área de Fisiología Endocrina creció y creció y llegó un momento en el que Santiago ocupaba el primer puesto por publicaciones, repercusión de éstas, étc, ya no solo en España si no en Europa. De todo aquello que surgió de la nada y en tiempos quizás más difíciles que los actuales, resultaron varios Catedráticos de Fisiología (8 o quizás más), muchos Profesores Titulares que pronto serán catedráticos, innumerables doctores, Jefes de Servicio… algo impensable cuando se empezó. Quizás por eso, el Profesor Domínguez en su discurso de recepción del premio ASOMEGA en el salón Noble de la Universidad (o de la Medalla de Oro de la Universidad, ya no lo recuerdo), rememorando su actividad universitaria afirmó: «Las decisiones más importantes que he tomado en mi vida fueron cuando decidí hacer responsable del área de Neurofisiología al Profesor Germán Sierra y posteriormente apoyar la creación del área de Fisiología Endocrina haciendo responsable de ello al Profesor Jesús Devesa». Así quedó grabado en los medios y así quedó grabado en mi memoria y en la de todos los que asistimos a aquel excepcional homenaje a una persona que lo fue todo en nuestra Universidad. No en balde recibió posteriormente la Medalla de Oro de Galicia.

Profesor Ramón Domínguez en la recepción de la Medalla de Oro de la Universidad

Bueno y ¿por qué reflejo todo esto aquí y ahora?. Pues porque el 30 de noviembre de 2012, el Departamento de Fisiología nos brindó un homenaje al Profesor Otero y a mí mismo por nuestra reciente jubilación (voluntaria y por no estar de acuerdo con el Plan Bolonia en Medicina en mi caso). En ese homenaje se dijeron muchas cosas, por mucha gente, ex-alumnos y ex-colaboradores, muy bonitas todas ellas (lástima fuera…), rememorando la historia reciente y no tan reciente, parte de ella aquí contada ahora. Uno de los asistentes, y que también habló, me pidió, al acabar la cena que siguió al acto, que escribiese la historia del Departamento. Esta es una parte, muy pequeña parte. Hay mucho más con hechos e historias desconocidas por prácticamente todos, que igual algún día me animo a recordar.

Ese día hubo muchas cosas gratificantes, porque gratificante es que cuando uno ya no puede ofrecer o actuar parabien o para mal, se le reconozca públicamente el trabajo realizado y la influencia que éste tuvo en su devenir universitario. Así lo hicieron los profesores Rosa Señarís, Víctor Arce, Carlos Diéguez, Fernando Domínguez, Francisco González y Anxo Vidal. Pero antes que ellos lo hizo el Profesor Jesús Tresguerres,catedrático de Fisiología de Madrid, especialmente invitado al acto, íntimo amigo desde que nos conocimos yendo al Congreso Mundial de Endocrinología en Quebec en el año 1984, quien no solo recordó nuestra especial amistad y los muchos trabajos que realizamos en colaboración, si no que nos deleitó con una conferencia especial sobre las acciones de la GH a nivel neurológico. Igualmente lo hizo el entrañable Profesor Germán Sierra,director de Tesis de los dos profesores que ayer recibimos ese homenaje del Departamento (curiosamente el  Profesor  Otero, también  jubilado, fue  quien     transcribió erróneamente mi calificación en Fisiología poniendo un Suspenso que no me correspondía y que pudo haber cambiado mi vida). Pero tan gratificante como todo eso fue la asistencia al acto y posterior cena de compañeros de la Facultad, como gratificantes fueron sus felicitaciones y las palabras que más de uno me dijo en privado: «Fuíste el mejor profesor que he tenido en la carrera. Hacías fácil lo difícil»; o estas otras, ya en la despedida: «Se me quedaron tan grabadas tus clases que muchas veces ahora explicando me doy cuenta de que estoy repitiendo lo que tú decías, hace ya muchos años. Me siento como Jesús Devesa 2». Pues no lo se, siempre hice lo que me gustaba, quizás por eso me empeñé en hacerlo bien o intentarlo sin saberlo.

La única pena de ese día, fue el que entre toda mi familia, empezando por mi esposa Ana a quien conocí siendo alumna mía en Medicina (era muy fácil localizarla entre los 1200 que en aquel momento hacían pequeña la que era inmensa y mítica Aula 8; seguiría siendo muy fácil de localizar…), mis hijos y sus prometidos/as, faltaba mi hijo Alejandro. Aunque estuvieses en Australia a 14.000 kms, también ese día estuviste con nosotros.

Jubilación 2012, el Prof. Tresguerres a mi izquierda.

Y como recuerdo de todo ello queda la estatuilla de Sargadelos representando a un precioso y preciado búho real (propuesto en el siglo XVII por el VII conde de Lemos como símbolo de Galicia) con una placa de plata en su peana que dice:

«La sabiduría suprema es tener sueños bastante grandes para no perderlos de vista mientras se persiguen».

A todos vosotros, los que ese día estábais y los que no pudísteis estar, gracias por haberme ayudado a llevar una vida tan gratificante. Gracias a Román, Antonio Mato, Cristina Fernández, Víctor Arce, José Antonio Costoya, y tantos otros.

Incluso gracias, al iluminado que en su día me dio una palmada en la espalda mientras pipeteaba yodo radioactivo haciéndome tragar gran parte de lo que la pipeta contenía; el mismo iluminado que ayudándome a subir un compresor de 80 kgs cuando comenzábamos a montar el Laboratorio de Endocrinología, decidió soltar una de las manos para saludar dejando caer el compresor sobre mi pie. Y gracias muy especiales a los que ya no están; el Dr. Ramón Ríos, uno de mis más inteligentes colaboradores, si no el que más, fallecido prematura y súbitamente cuando se encontraba en Nueva York comenzando su formación post-doctoral. Gracias al Profesor Carlos Osorio y gracias, sobre todo, al Profesor Ramón Domínguez, maestro y amigo como siempre digo. Y gracias también a nuestra Universidad que tanto me dio y a la que con gusto entregué una parte muy importante de mi vida. Si pudiera volver a empezar lo haría todo exactamente igual…


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