La vida está llena de sorpresas, a menudo inesperadas, y de recuerdos que surgen de repente acerca de tiempos pasados que durante muchos años no habían vuelto a tu mente, aunque está claro que la memoria antigua permanece en algún lugar desconocido de tu cerebro que de pronto se activa sin que sepas el por qué.
A mis 18 años, tras haber permanecido estudiando, jugando al fútbol más bien, Ingeniería en Madrid, único lugar donde en aquél entonces podía hacerse, había vuelto a mi tierra cargado de nostalgia y malos recuerdos. Malos porque en Madrid, a dónde había ido sin ilusión pero sin alternativa, me habían expulsado dos veces pese a que por mis brillantes notas estaba considerado como uno de los mejores alumnos de España y como tal desde el afamado Instituto en el que tuve la desgracia de permanecer interno, hasta que injustamente y con saña, me expulsaron a un mes de la Selectividad, me habían presentado unos meses antes al Premio Nacional de Bachillerato. No lo obtuve, evidentemente, quizás porque había otros mejores pero también porque mi cabeza no vivía todo lo que estaba pasando. En cualquier caso aprobé la Selectividad, contra pronóstico de aquellos que en el afamado Instituto me gobernaban, con un 9,5 para su sorpresa, y entré, por nota, en la Escuela de Ingenieros Agrónomos. Pasé entonces a vivir en un Colegio Mayor en los alrededores de la Facultad de Medicina de Madrid, regido por dominicos. No era muy religioso ni seguidor de órdenes eclesiásticas, pero mis recuerdos de aquellos frailes y del Colegio Mayor siempre fueron muy buenos, pese a que al final también acabaron expulsándome, con muy buenos modos y consejos en este caso. La culpa, quiero pensarlo así, la tenía el fútbol, de nuevo, pero quizás más el que no podía borrar de mi cabeza el recuerdo continuo de mi tierra, Galicia, y Vigo en particular. Vigo, ciudad en la que nací, me crié, estudié hasta que llegado el momento tuve que irme a Madrid. Vigo, ciudad en la que había dejado a mis padres, mis hermanos, mis amigos y mis primeros amores de adolescente. Todo ello se venía a mi cabeza de forma martilleante, día tras día, noche tras noche. Así fracasé en la Escuela de Agrónomos pese a que siempre había sido un enamorado de la naturaleza y ya desde muy joven había intentado penetrar en sus misterios. ¿Cómo fecundaban los erizos de mar?. En el Instituto de Vigo me habían dejado tratar de averiguarlo en los microscopios del Laboratorio de Ciencias, en los veranos. Allí había visto cómo los espermatozoides se dirigían a los óvulos hasta que uno de ellos conseguía introducirse. ¿Cómo una oruga se transforma en mariposa?. En casa había montado un terrario en el que criaba orugas de todo tipo que había recogido en los montes cercanos a casa; veía cómo la oruga formaba su nido de una misteriosa tela en cuyo interior se envolvía y días después de allí surgía una preciosa mariposa. Secuencialmente iba abriendo esas telas en cuyo interior estaban las crisálidas y veía cómo éstas iban cambiando de forma hasta convertirse en una mariposa. Hacía pocos años, 4-5 que se había descubierto el ADN, pero aún se desconocía cómo se iba produciendo la expresión secuencial e irreversible de genes responsables de esas transformaciones. ¿Cómo no iba a estudiar Ingeniería Agronómica?. Quería estudiar Biología, pero todos en mi familia decían que lo que debía hacer era estudiar Agrónomos, era el futuro y mi futuro.
Pero no lo fué, suspendí varias asignaturas, no iba a clase, fútbol y más fútbol, y añoranzas y más añoranzas. En Agosto de ese año, tras los suspensos que pensaba recuperar en Septiembre, desde el Colegio Mayor de Madrid le dijeron a mis padres que ya no me admitirían para el próximo curso, no por mal comportamiento, si no por las calificaciones obtenidas y quizás también, aunque eso no lo dijeron, por un pequeño “affaire” que había tenido con una de las jóvenes chicas que se encargaban de la limpieza del Colegio Mayor, habitaciones de los residentes, todas individuales y con baño y terraza, cocina, atención al comedor. No voy a incidir en el tema, pero todas ellas eran jóvenes chicas procedentes de familias humildes que desde pueblos perdidos venían a Madrid a ganarse la vida. Eran muy serviciales, discretas, agradables y algunas muy guapas, como Angelines, de un pueblo de Jaén, que tenía a todos los del Colegio Mayor medio locos por ella. Espero que le haya ido bien en la vida, se lo merecía, por discreta, dulce, educada y por guapa, aunque quizás fue parte indirecta y secundaria de la decisión de que yo no volviese a aquel Colegio Mayor.
Cuando supe que en Madrid ya no me admitían en aquel Colegio, le dije a mi padre, cirujano, que no quería volver a Madrid, que lo que quería era estudiar Medicina. Mi padre se enfadó, porque nunca había demostrado interés por la Medicina, a diferencia de mi hermano Manuel quien ya desde muy joven acompañaba a mi padre a cirugías y tenía claro que él sería también médico. Mi padre, todos en casa en realidad, pensaban que mi decisión no era debida a mi supuesto interés por la Medicina, si no más bien por el deseo de permanecer cerca de Vigo, a donde podría ir los fines de semana a estar con quien entonces había comenzado a ser mi amor de unos años. Su pensamiento era correcto, aunque también pensaba que en Medicina podría estudiar Bioquímica, lo único que realmente me interesaba, de ahí mi interés por las fecundaciones de los erizos, las larvas de mariposas, y todo ello acrecentado por esos Premios Nobel por el descubrimiento del ADN y el de Severo Ochoa.
Y así fue, comencé Medicina en Santiago, obtuve Sobresaliente en Bioquímica, pero el resto de la carrera fue para olvidar. Prácticamente no iba a clase, otra vez fútbol pero ahora también Laboratorio de Fisiología y Bioquímica. Ahí encontré mi vida y ahí la hice, amén de en otros lugares españoles y extranjeros, hasta llegar a Catedrático. Y ahí encontré a Ana, mi compañera inseparable durante ya casi 48 años, madre de mis cuatro hijos y abuela de mis adorables nietos.
Pero la historia no iba por todo lo anterior. Cuando empecé Medicina conocí a una compañera asturiana, muy guapa según recuerdo, y empezamos a salir. Era muy agradable, decidida y con unos planteamientos que para mí eran novedosos. Quería estudiar Medicina no para participar en la clínica de su familia en Oviedo, si no para ayudar en otros países a poblaciones sin recursos. En el curso tenía muchos admiradores, entre ellos uno que, andando ella conmigo por delante de la Catedral, en la Plaza del Obradoiro, se plantó detrás de nosotros y empezó a insultarla por estar conmigo y no con él. Muy desagradable, pero afortunadamente ambos tratamos de ignorarle y la cosa no pasó de ahí.
El día antes de que empezasen las vacaciones de Navidad, a eso de las diez de la noche, íbamos paseando por la Alameda, y me dijo que no podíamos seguir juntos, ya que era un año mayor que yo (ella tenía 19) y su meta en la vida me iba a hacer daño si continuábamos. Me dijo que me quería, pero que lo mejor para mí sería empezar o tratar de empezar a salir con una chica más joven, incluso me dió el nombre de una compañera, a quien también recuerdo muy guapa. No hubo alternativa, yo vivía en el Colegio Mayor Fonseca, teníamos que entrar a las 10, y ahí nos despedimos ya que al día siguiente nos íbamos todos de vacaciones de Navidad, con la idea en mi cabeza de que a la vuelta de las vacaciones volveríamos a estar juntos. Pero ya no fue así, ella no volvió a Santiago, dejó la carrera y no volví a saber de ella, hasta que hace un par de días la ví en un periódico asturiano y me vino todo esto a la cabeza, de golpe. Bendita memoria. Resulta que, según el periódico, había sido una activista comunista y había estado durante muchos años en pueblos perdidos de Sudamérica ayudando a la gente, pobre, sin cultura y viviendo bajo regímenes totalitarios, a educarse y sobrevivir. Fue poco tiempo el que la conocí, escasamente el primer trimestre de la carrera, pero suficiente como para explicarme ahora qué fué de su vida.
Hay algo que nunca olvidé y que ahora de nuevo me viene a la memoria. Tras aquella despedida de hace ya tantos años, a los dos – tres días de estar en Vigo de vacaciones navideñas, mi madre me dijo que me acababa de llegar una carta sin remite. La abrí y en ella tan solo había, escrita a mano, la letra de la canción de Rosalía de Castro, Negra Sombra: “Cando penso que te fuches, negra sombra que m’asombras, cando imagino qués ida….en todo estás e tí és todo….”. Nunca logré saber quién me había enviado esa carta ni por qué, pero la realidad en aquel momento y ahora, es que siempre pensé que había sido ella. Una forma de despedirse demostrándome lo que ya me había demostrado. Todo es real, nada producto de la imaginación, aunque nunca llegaré a saber si esa carta la escribió ella realmente, pese a que no encajaba con ninguna otra chica.
Así es la memoria, para bien y para mal.
Jesús Devesa
Una respuesta a “Cando penso que che fuches…”
Te felicito por lo bien que escribes, es muy interesante tu autobiografía. Es cierto que a nuestros años y sin saber por que nos vienen a la memoria hechos de nuestra vida, a mi también me pasa, errores, vivencias, todo…. Un abrazo.